miércoles, 1 de febrero de 2017

La Moralidad como plataforma en el desarrollo social (Integridad y salud mental)


 

  Existe un aspecto, poco conocido, escasamente tomado en cuenta por los estudiosos de la condición humana, es el concerniente a la moralidad como matriz de la estabilidad personal y social. Muy pocas psicoterapias -así como escasas personas- consideran y estiman la integridad como soporte en la plataforma de la salud emocional en los individuos. De hecho, hubo momentos en la historia  en que la moralidad fue sospechosa de generar conflictos y neurosis.  Todo ese concepto, estimado como tabú  de una sociedad hipócrita, fue un legado maldito del psicoanálisis. Si bien es cierto que la sociedad victoriana que tanto atacó Freud promovía unos dogmas morales restrictivos, el elemento generador de trastorno no era, empero, la virtud, sino el fingimiento. Una ingente cantidad de individuos, de dudosa conciencia, frenaban y reprimían públicamente sus inarticuladas tendencias groseras, con lo cual exacerbaban notoriamente sus insatisfacciones y furtivos deseos.

     Toda imposición, autoritaria y obligatoria, es una inadecuada forma de educar o instaurar valores. Sin conciencia y autodeterminación ¿Quién puede suponer incorporar principios éticos en su conducta? No es bueno reprimir, ya que toda represión genera tensión, misma que fortalece la condición inconscientemente mórbida. La solución tampoco está en darle rienda suelta, sino más bien en la comprensión consciente de que el impulso degradante es impropio; humanamente comprensible, pero conductualmente obsceno. En la integridad existe un fundamento generador de salud psicológica y social, toda vez que la misma se produzca como el resultado encomiable de una disposición madura. Tal planteamiento, sin embargo,  puede no coincidir con la evidencia que muestra a sujetos moralmente rectos, los cuales, a pesar de ello, se han visto atravesando situaciones desafortunadamente inestable. Cuando esto ha acontecido, puede observarse que lo que atrajo la desfavorable situación tiene, casi siempre, como raíz una causa endógena debida posiblemente a un desajuste bioquímica, endocrino o nervioso. En otras palabras, la razón del problema no se sustenta en un defecto  del carácter; este se produjo por un desajuste acaso de naturaleza congénita.  

     Desde la antigüedad hasta nuestros días, la inquietud respecto a la autenticidad de unos valores humanos perpetuo ha ocupado la atención de pensadores preocupados por el efecto que estos pudieran tener no meramente en la sociedad, sino también en el individuo. Heterogéneas teorías surgidas en Grecia, hace más de veintiséis siglos,  abordaron esta cuestión bajo el epígrafe de Ética. La ética se estableció en la cultura helénica como la exposición de un conjunto de normas, las cuales buscaban  regir la conducta.  En Sócrates la ética es el eje primordial de su juicio filosófico. Instruye a sus seguidores en nociones de justicia, amor y virtud. No es de sorprender que para Platón, su discípulo sucesor, toda acción convenía realizarla aspirando al bien mayor (súmmum bonum), aquel que tiene como único objetivo el bien en sí mismo.

     Durante la Edad Media, los Padres de la Iglesia católica (San Agustín, San Anselmo, Santo Tomás) patrocinaron una filosófica cuyo predominio situó la teología como la madre de todo el saber terrenal, aduciendo la preexistencia de unos umbrales éticos imperecederos instaurados por el cristianismo, mismos que sugerían normas de comportamientos obligatorios para una vida en armonía con uno mismo, con el mundo y con el Creador. Al finalizar el Renacimiento (siglo XVI), en cambio, la ebullición intelectual de entonces preparó no sólo el camino para el  avance de la ciencia, sino además el de proposiciones en contra de axiomas éticos universales. Aunque ya en Grecia los primeros sofistas, como Protágoras, habían sugerido que no se podía concebir  nada como realmente bueno o malo, sino más bien que tales conceptos eran relativos al devenir de las circunstancias y conveniencias, es durante el siglo XVII –nacimiento de la época moderna- cuando muchos, hastiados de la hegemonía clerical, negaron inflexiblemente la posibilidad de que el hombre poseyera una moral natural e inherente. A partir de entonces, el pensamiento filosófico occidental se caracterizó por unas series de propuestas espectaculares que, directa o indirectamente, formularon unos sistemas de creencias totalmente pesimistas sobre la naturaleza e intencionalidad de la persona humana. Este rompimiento con el idealismo socrático de la supremacía del Ser y de los valores éticos y morales dio paso, sobre todo, a partir de Francis Bacón, a una generación de filósofos materialista, gracias a los cuales, sería mezquino no reconocerlo, se alcanzaron logros  reveladores como la  sistematización del método científico y su técnica de comprobación. John Locke (siglo XVII) y David Hume (siglo XVIII), por ejemplo, organizaron un cuerpo doctrinal basado en el empirismo, método que hace referencia a que todo conocimiento proviene de los sentidos o que puede ser justificado sólo a partir de la experiencia. Los empiristas –como se les llamó- refutaron la concepción racionalista de que todo conocimiento es un  fruto exclusivo de la mente (la razón), además, negaron la existencia de una entidad suprema o Dios, consideración ésta que fue periódicamente defendida por algunos pensadores racionalista -a pesar de sus disputas y divergencias con la ortodoxia católica. Los empiristas negaban todo principio superior, estimando que lo único demostrable era la preeminencia de la materia como causa de todas las cosas y que no preexistía, fuera de ello, ningún poder inmanente en la naturaleza. Defendieron igualmente la certeza de que las normas morales no pueden considerarse universales y que sólo las circunstancias determinan si un acto es o no legitimo. Gran parte de la discusión epistemológica de los últimos siglos estuvo centrada en el enfrentamiento de estas dos posturas. Cuestiones de si el conocimiento se aprehendía A priori (racionalistas) o A posteriori (empiristas), se mantuvieron como las disputas dominantes.

     A mediados del siglo XIX, los hallazgos divulgados por Charles Darwin en su obra El Origen de las Especies (publicada en 1859) referente a los aspectos evolutivos de las especies, robustecieron la consideración materialista  de aquellos días, exaltándose con ello la aparente propensión del hombre hacia el egocentrismo  -por aquello de la supervivencia del más fuerte. Darwin fue, sin dudas, el científico más sobresaliente de aquellos años y sus contribución vigorizó los argumentos ideológicos en contra de una ética  universal, no relativa,  inherente al ser humano.

     Durante el siglo XX, casi todos los intelectuales de orientación materialista sustentaban la premisa de que la moral era una negación hacia la libertad humana, un anquilosado idealismo metafísico y religioso del pasado. Estos partidarios del relativismo ético señalaron que la moral no era más que el resultado de costumbres adquiridas por el hombre durante su trayectoria evolutiva y que por tanto era pernicioso acatarla como imperativo obligatorio en la actualidad. Esta postura, a todas luces dogmática, se coloca en un punto de inflexión similar al que pretendían oponerse. La trinidad cristiana del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, tuvo en el ámbito materialista un sucedáneo singular en las figuras de Marx, Nietzsche y Freud, a quienes sus partidarios consideraron la elite de los pensadores ejemplares de finales del siglo XIX, no puramente debido a sus posturas amoralita, sino, sobre todo, a que todos ellos suscribían las presunciones darwinistas del momento.


     Los escritos de estos tres hombres reinventaron el mundo ético a partir de sus premisas. Desde entonces ya nada fue realmente bueno, ni noble. La bondad era inexistente y la moralidad, la sospechosa condición de quienes ocultan un propósito beatón. Muy a pesar de ello una visión retrospectiva desde este primer decenio del siglo XXI nos muestra donde han quedado tales consideraciones y las funestas consecuencias de sus postulados impíos. Tomemos primero el caso de Marx, el cual en su idílico mundo socialista, magistralmente descrito por  él en varias de su  obras (crítica del programa de Gotha, por cita una), tenía la aspiración de transformar los obsoletos esquemas sociales que impedían el surgimiento de una situación social más equitativa y homogénea.  No obstante, pocos pueden negar que algunas de las innovaciones que pudieron ensayarse en la Unión Soviética y cuyas prerrogativas alcanzaron inclusive a la clase obrera europea, no satisficieron plenamente la promesa de bienestar tan ampliamente propagadas. Tras el desplome del imperio ruso quedó evidenciado que el régimen marxista no produjo, por lo menos en la medida sugerida -ni para la clase defendida- la eficiencia, el desarrollo o la prosperidad pretendida. Habida cuenta, con el surgimiento del comunismo Rusia generó uno de los Estados más opresivos y viles que haya conocido la humanidad. El Estanilismo no solamente coartó las libertades de miles de ciudadanos y acalló la voz de los inconformes, al mismo tiempo llevó a la tumba a cientos de miles de sujetos opuestos al régimen. Y todo ello se hizo en nombre del bienestar colectivo.

      Las derivaciones sociales de las teorías Nietzscheana pueden tenerse como poco evidentes, sin embargo, ellas sutilmente ampararon creencias e idealismos nefastos para la humanidad. Nietzsche vivió siempre enfrentando la domesticación  del individuo, la intención de homogeneidad fundamentada en una moralidad constreñida por la fe cristiana, así que se propuso ser algo más que el podador de la maleza moral de su tiempo; quiso alertarnos de que la religión busca ante todo reprimir, violentar y cohibir las emociones en el hombre. A pesar de que su planteamiento puede parecernos muy axiomático, puede uno intuir que su punto de vista deriva de un alto personalismo. No deja de ser cierto que mucho de lo que se ha hecho en nombre de la religión puede considerarse grosero, alienante y conducente a una mentalidad piara, pero debido, sobre todo, a la falta de uniformidad psicológica en los seres humanos se hace necesario, forzoso, y no pocas veces obligatorio, asignar normas generales que aseguren el orden social, papel éste que en parte se lo han arrogado las doctrinas místicas.  Uno de los planteamientos más cuestionables de Nietzsche es su consideración de que la moral era únicamente necesaria para el endeble. Su brillantez intelectual le llevó a razonar que los cánones conductuales sólo pueden ser válidos cuando los impone una especie de élite de hombres “superiores”. Sin ignorar que la ascensión de Hitler al poder -y que las posteriores consecuencia de su política- se debió no a una, sino a varias razones, gran parte la ideología Nazi  encontró sustento en los planteamientos del pensador germano. Si el pensamiento enérgico, desafiante y provocador de Nietzsche no se hubiese nutrido tanto de esa amarga y extrema indignación que lo motivo –misma que le llevo aislarse incluso de amigos a quien admiraba- convendríamos con él más de lo que al momento nos permite nuestra propia indignación ante su radicalismo.

     Por último, las especulaciones psico-filosóficas  del ilustre judío creador del psicoanálisis concluyeron en que toda la conducta moral deriva de las pugnas entre el Yo y las censuras del Superyo. De su extensa producción clínica un buen número de sus escritos se dedica al cuestionamiento mordaz del sentimiento religioso. En varias de sus obras (El porvenir de una ilusión o El malestar de la cultura) Freud sostiene que la religiosidad -la cristiana más que cualquier otra- es la gran responsable del sentimiento de culpa que lleva a sus espalda la sociedad occidental. La hace culpable, además, de la ruina psicológica de cantidad de individuos y la condena como una de las razones más frecuentes de neurosis en los individuos.

     Como puede observarse el criterio general de cada uno de estos pensadores apunta a la religión como la gran culpable del atraso social que se vivió en siglos pretéritos, además de haber demorado los avances científicos que al momento vive la humanidad. Cabría preguntarse si tal aseveración es del todo cierta o lo es sólo parcialmente. No puede negarse que el dogmatismo clerical y su inquisición (el Santo Oficio) malograron la vida y la iniciativa de muchos hombres durante los últimos siglos del medievo y la edad moderna. Justo también será señalar que ella –la religión católica- ayudó a instaurar la estabilidad político-social de la época y creo el escenario para la formación de muchos Estados europeos. El siglo XIII, por ejemplo, vio el surgimiento de las universidades, residencia de estudios que favorecieron la formación de cantidades de figuras celebres y fue precisamente la iglesia la que patrocino dichos establecimientos académicos. En otras regiones donde el clero no mantuvo su hegemónica oscuridad no surgieron forzosamente sociedades técnicamente más desarrolladas. Durante muchos años se ha escuchado que las teorías de Galileo no lograron  imponerse en su tiempo debido a la severidad eclesiástica, pero quienes han podido estudiar un poco más a fondo la cuestión descubren que fueron los propios academicistas (profesores de filosofía y astronomía) de entonces quienes se constituyeron en su más acérrimo y principales detractores, pues Galileo venía a quebrantar sus arcaicos conocimientos de cosmográfico.

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     Volviendo a los tres pensadores antes señalados -Marx, Nietzsche, Freud- debemos de resaltar que sería odioso negar que dichos hombres, dentro de las ingentes teorías que construyeron, tuvieran aciertos  irrefutables, incontrovertibles, así como espectaculares. Lo que sí se les puede discutir, sin embargo, es su visión excluyente y reduccionista de la cuantía ética humana; su apriorismo en la negación de unos valores sociales imperecederos. En su conjetura sobre una sociedad carente de principios legítimos perdieron de vista que su propio antagonismo se  erigía igualmente como un credo y tabú, idéntico al que ellos mismos detractaban.

     El sociólogo francés Emile Durkheim, uno de los pioneros de la escuela sociológica moderna, al analizar la cuestión de los valores morales, en su ensayo El suicidio: un estudio sociológico (1897), llegó a la conclusión de que la moralidad –aquella que se deriva de la religiosidad- actúa como un vínculo de cohesión, necesario e imperioso, para mantener el orden social. En dichas meditaciones advertía que la desaparición de dichos importes conduciría inexorablemente a una pérdida de la estabilidad social.  Por otro lado, el referente darwinista de la evolución, el cual sigue siendo asumido por la doctrina materialista, fue pródigamente confrontado en la obra de uno de los más ilustres filósofos del siglo XX, Henri Bergson. En La Evolución Creadora  (1907), Bergson desarrolla una teoría evolutiva fundada en la dimensión espiritual. En una de sus páginas puede leerse: “…una cosa es reconocer que las circunstancias exteriores son fuerzas con las que la evolución debe contar, y otra cosa sostener que esas fuerzas sean las causas directas de la evolución” (Pag.99). Para Bergson, el Élan vital, y no otra cosa, era el único responsable de toda la evolución orgánica. El ímpetu vital, como también se le conoció, aludía a una especie de energía pura conciencia, sin la cual resultaría irrealizable cualquier modo de vida. Aún más, durante las primeras décadas del siglo XX y una vez más objetando el concepto darwinista del avance evolutivo como resultado,  exclusivo, de la preeminencia del más fuerte, el filósofo ruso Piortr A. Kropotkin, después de años de estudios efectuados sobre la conducta animal en la naturaleza, demostró que era la ayuda mutua, y no la lucha, la responsable del desarrollo progresivo de las especies. Parecería ser, según las implicaciones teóricas de Kropotkin, que la contribución entre los ciudadanos -o sea, la relación simbiótica entre los seres vivos- y no la disputa, sea el tablado propicio para el perfeccionamiento de las comunidades humanas y no otra cosa. Así pues, el substrato moral, lejos de lo que puedan proponer muchos doctos, logra pronosticar para otras ilustres mentes una condición imprescindible en el progreso y el orden de la vida en el planeta. 


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    Si echamos un vistazo  general al puesto que ha ocupado la ética en la filosofía a través de los tiempos podemos observar que la mayoría de los filósofos de una u otra forma, con más o menos énfasis, han consentido que el bien ético más elevado se obtiene al acercarse a la perfección moral. Otros, naturalmente, como ya hemos señalado, han rebatido permanentemente dicha estimación. Acaso el relativismo moral, sostenido por muchos pensadores encuentra apoyo en la intuición de que la tendencia conductual de los sujetos revela más bien el predominio de un fenómeno colectivo, no individual, cuya autonomía  responde a la tendencia cultural predominante de un momento-espacio en la historia. Puede ser. De todas maneras, ampararse en tan tibia reflexión, posiblemente, deja de lado la cíclica reaparición que el  sentimiento moral ha mostrado período tras período y, que su constante renovación en el plasma intelectual ha encontrado cabida, desde Grecia hasta nuestros disolutos días, en el lóbulo frontal de notables e importantes filósofos. 

     Platón, solía afirmar que la inmoralidad era la secuela de la ignorancia, de lo cual se derivaba la infelicidad. Por tanto aquellos que desean ser felices, siempre deben ansían hacer lo que es moral. Desde luego que para llegar a tal inferencia era forzoso acogerse a la existencia de un principio ético universal,  realidad esta a la que Platón llamó La bondad absoluta, un aspecto ontológico sobre el que discurrieron varios filósofos, Descartes, entre ellos. La aserción de fuerzas espirituales que rigen el mundo fue asumida igualmente, en los postreros años del Renacimiento, por racionalistas como Gottfried Leibniz, filósofo de dimensiones universales, estimado como uno de los más notables intelectuales de su época y genio enciclopédico. Es, sin embargo en Baruch Spinoza, filósofo holandés del siglo XVII, donde la embriaguez por la divinidad (Dios) llegó a su cúspide.  Su principal trabajo, Ética, se tiene como un referente del panteísmo, doctrina que identifica al universo con Dios, y que se establece como un claro reproche hacia algunas posturas materialistas de su época, así como a ciertas corrientes racionalistas (como el deísmo).

     En la búsqueda de un acuerdo entre el racionalismo y el empirismo, Emmanuel Kant fue, sin dudas, la figura clave de tan paradójico intento. Aunque Kant no reforzó en modo alguno la noción espiritual de sus predecesores (su concepción trascendental formula que Dios no puede ser probado ni refutado) planteó, empero, la existencia de algunas normas generales, mismas que debían ser acatadas como un deber moral, por encima de los impulsos subjetivos, con el fin de lograr una humanidad sustentada en la razón. Kant ha sido una de las figuras capitales del pensamiento filosófico occidental, el cual no sólo reorganizó todo el pensamiento filosófico de su tiempo, sino que el mismo fue un forjador de un nuevo sistema filosófico: el trascendentalismo, postura que examinaba la posibilidad de una realidad superior a la alcanzada mediante la experiencia de los sentido, o el conocimiento adquirido por la razón.

      Parecido sentir, a pesar de su discrepancia metafísicas con Kant puede encontrarse en Georg W. Hegel al declarar lo imperioso de una disciplina volitiva capaz de contener o cohibir la natural e incontrolada idiosincrasia humana mediante unos principios globales. Hegel era estimado en su tiempo como el filósofo alemán más importantes y como uno de lo más influyente de todas las épocas. Posteriores filósofos europeos abrevaron de su sistema, unos manteniendo una vena místico-religiosa como Soren Kierkegaard –precursor del existencialismo- otros declinando hacia nociones materialista. El legado filosófico de Hegel no sólo concito admiración, sino conjuntamente enérgicas desvanecías, al punto de encontrar pensadores que erigieron gran parte de su doctrina contraponiéndose a la suya. Nietzsche sería uno de ellos, el cual además de convertirse en un efusivo crítico del germano, atacó audazmente la inclinación  judeo-cristiana de aquel. Es muy seguro que de los tres filósofos de la sospecha, citados ya, sea el autor de Así hablo Zaratustra el más opuesto y contrario a unos enunciados éticos globales inspirado por algún influjo vital trascendente. Seria temerario decir que semejante encono contra el culto judeo-cristiano, en parte, sea una proyección de su propia fijación neurótica (se sabe que tuvo una infancia poco convencional y que desde temprana edad exhibía una excesiva sensibilidad), si su acritud no hubiese encontrado eco simultaneo. Lo que si puede uno consentirse afirma es que, en la más de las veces, gran parte de la inferencia que hacemos del mundo guarda una analogía muy íntima con lo que llevamos dentro.  Esto último bien pudo ser reconocido por él mismo cuando llega a escribir en El poder de la voluntad, refiriéndose a los filósofos: “no tienen conciencia de que es de ellos mismos de lo que hablan, pretendiendo que se trata “de la verdad” cuando en el fondo no es más que de ellos mismos”.

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     La historia ha creado sus propios sucedáneos liberales, pero, funestamente todos hasta el momento sólo han sido utopías. A pesar de ello, la alternabilidad de propuestas que muchas veces resultan fallidas es, habitualmente, parte de esa dialéctica evolutiva gracias a la cual se mantiene el desarrollo humano. La contraposición de fuerzas que luchan entre si tienen mucho de positivo al lograr mantener un saludable equilibro en un mundo donde la verdad nunca parece estar en uno u otro extremo, sino en una franja más o menos intermedia del cromatismo ideológico. Por ejemplo, el agnosticismo irrumpe como un punto de equilibrio ante la excesiva credulidad religiosa; el teísmo a su vez actúa como un contenedor del árido y  estéril materialismo. Esa disputa discursiva que ha reinado durante muchos años en la cultura occidental permitió su actual ascenso.

     Aun y cuando los términos ética y moral son en gran parte análogos, en el acontecer histórico el vocablo ética ha estado más ligado a las disquisiciones filosóficas, en cambio el de moral ha sido más acogido por la inveterada práctica teológica. Ambos conceptos, no obstante, comparten una misma raíz: costumbre.  Quizás, para decirlo en otros términos, tal vez exageradamente simplista, la ética es la moral reflexionada (Etica, Sánchez Vázquez, 1967). Cuando se analiza la moral o se  examina su validez y consecuencia se hace una reflexión ética; de igual modo, al momento de poner en práctica un enunciado ético se ejercita una conducta moral. Ambas locuciones, además, se han constituido en parte de las inquietudes metafísicas de casi todos los filósofos teístas.

     Todas las religiones dentro de sus doctrinas han enfatizado –y enfatizan aún- lo imperativo de ceñirse a determinado canon ético y moral como normativa para acogerse a la vida espiritual.  Los datos más actuales en psicología (contraviniendo la tesis freudiana de que la religión genera estados de neurosis obsesiva) establecen que la afiliación religiosa (cualquiera que esta sea) promueve beneficios generales que se escinden en dos vías: una a nivel social y otra a nivel individual. Por ejemplo, de acuerdo con algunas investigaciones llevadas a cabo por varias universidades norteamericanas las conclusiones sugieren que 1) las instituciones o grupos religiosos fomentan menos incidencia de alcoholismo entre sus correligionarios, hogares más estables, mayor responsabilidad ciudadana, más bajo índice de violencia, etc. 2) se estima que la religión conlleva a que los individuos se sientan más conformes consigo mismo, presenten menor índice de depresión, obtengan mayor autoconciencia y responsabilidad personal, así como menos problemas de estrés y de ansiedad. Debido a que el estrado en que se fundamenta el dogma religioso es la virtud, parecería que el seguimiento de algunas normas morales tiene el poder de extirpar algunos tumores sociales, así como corregir posibles ulceras del carácter. A mediados del siglo pasado el filósofo y teólogo estadounidense, de origen alemán, Paul J. Tillich expuso: “el arraigo a lo divino es la única posibilidad que tiene el hombre de superar la alienación en que vive la sociedad

     Si todo lo que suscribe el párrafo precedente es cierto y si nuestras presunciones iniciales son correctas no sería aventurado concluir que la moralidad (integridad) parece jugar un papel cardinal en el desarrollo de una sociedad más integrada, así como en la salud psicológica y emocional de los individuos que la conforman.