jueves, 5 de noviembre de 2015

La senda de la indagación





 Los pensadores existencialistas, quizás más que los de cualquier otra corriente filosófica moderna, se han descantado en señalar la condición finita del ser humano. Esta conciencia de finitud -dicen- de impermanencia, le acarrea al hombre una visión frustrante de la vida, pues sabe muy íntimamente que todo lo que hoy es,  algún día ya no será. Si bien el hombre  busca escabullirse de esta realidad –intentando no pensarse- el presentimiento le acompaña, como algo demoledor, encontrándose con él en algún recodo de su vida. La defensa más habitual a la que acude, para alejar de su mente el ineludible momento, es mantenerse extremadamente ocupado, ya sea procurándose la felicidad por medio de logros personales, ya disipándose en sus laberínticos placeres viscerales. No se necesita ser un profesional tras el diván para presumir el caudal de angustia que estas evasivas generan y acumulan.

     "No habiendo podido los hombres remediar la muerte, la miseria y la ignorancia han imaginado, para ser felices, no pensar en absoluto en ellas", decía Pascal. El mecanismo de defensa de que se vale el hombre ordinario para evadir la ansiedad que le provoca el presagio de la muerte, el mas habitual por lo menos, consiste en alienarse, negocia con el mundo en una transacción desigual, siempre con un saldo a disfavor suyo, hipotecando su libertad y, sin advertirlo, la paz que tanto anhela. El doble juego del que se vale la sociedad para enajenar la conciencia del individuo -para no pensarse- es inusualmente incomprendido por quienes caen en el sortilegio de sus futilidades; por un lado esta le promete colmar y satisfacer todas sus apetencias, por el otro, ella misma le engendra el complejo de no estar nunca completo, descubriéndoles que les es necesario todo tipo de futilidades en sus vidas.

     Descontento consigo mismo, insatisfecho con su suerte, el hombre se escinde entre un presente esencialmente carente y un futuro que le depara la plenitud apetecida. Al sobrevenir esto, lo que le sigue es el lugar común tras el cual se canalizan las angustias humanas: el  hombre se obsesiona por el estatus, el poder y las riquezas.  Si logra alcanzar estas metas –cosas que muchos consiguen fortuitamente- las mismas se convierten en consoladores furtivos que producen cierto sosiego, determinado grado de satisfacción, hasta una extraña sensación de bienestar en la autoestima. Estos logros, sin embargo, llevan indeleble el sello de lo transitorio, tras el cual después de la habituación volverá el encuentro con la consternación, pues si bien es cierto que las conquistas materiales no son del todo indeseables, regularmente sólo actúan como paliativos, estupendos sucedáneos de la felicidad.

     La condición en la que se encuentra el hombre moderno hay que pensarla, no como una cuestión que le es exclusiva a su época, pues la historia refiere la perpetua insatisfacción que ha acompañado al ser humano durante centurias, misma que le ha envuelto en trifulcas, engaños, inapetencias y ruinas. Si el sabio hebreo, según narra el viejo testamento, ya había cavilado sobre la vanidad de las cosas del mundo, sin dudas estas reflexiones se derivaron de haberse percatado de lo insustancial que a fin de cuenta son las hazañas humanas y la desolación que dejan en el alma individual.    

     Idénticas meditaciones se recogen en otras latitudes y culturas del  pasado, lo cual advierte sobre lo perenne de esa necesidad de trascendencia que ha acompañado al hombre de todos los períodos. Lo particular de lo que acontece en los momentos actuales, a diferencia de lo que pudo suceder en las civilizaciones del pasado, es que esta ha logrado un tan alto nivel de desarrollo y ni siquiera semejante progreso ha logrado desechar del hombre sus tribulaciones.

     La ciencia, cuyo capricho ha sido descubrir y demostrar el mundo objetivo, lleva algo más de doscientos años intentando darle al hombre una certidumbre de su naturaleza y propósito en la vida, intentando para ello proporcionar una explicación racional que descubra la realidad objetiva. A pesar de que se tiene como el epítome de la mayor realización humana, la ciencia no ha conseguido esto, si bien ella tiene la particularidad de que la mayoría de sus axiomas pueden ser mesurables, garantizando de este modo una veracidad irrefutable en sus propuestas. Pero, las verdades que la ciencia descubre suelen ser ocasionalmente temporales, en el sentido de ser susceptibles de ser superadas, mejoradas e incluso suprimidas en algunos casos, por otras de más recientes comprobación.  Sin embargo, la ciencia es atrayente y fascinante, las personas pueden conseguir por medio de ella un significativo nivel de comprensión de la realidad, con el preciado reposo que tal cuestión suministra. Quienes se orientan por el lado de la ciencia, queriendo llenar sus incertidumbres, a diferencia del sujeto ordinario, adquieren una visión de la vida, del mundo y de sus relaciones privadas más desafectada, pues aprenden, entre otras cosas, que los hechos humanos, sociales e históricos están sujetos a redes de interdependencias, y no siempre a voluntades particulares plenamente conscientes.  Esto los lleva a que aun teniendo inquietudes, estas ya no partan tanto de los baladíes asuntos cotidianos. No obstante, la experiencia demuestra que el conocimiento que aporta la ciencia, capaz de colocar a quien lo obtiene por encima del promedio de los individuos, no es suficiente para abastecer el pozo interior. Este conocimiento queda siempre como algo exterior, imposible de internalizar, y debido a su condición mutable, va continuamente de una certidumbre a otra, de un hallazgo prometedor a un acierto posterior que acabará finalmente suplantándole.

     El hombre puede, no obstante, sabiéndose perecedero, llegar a un nivel de certidumbre plena si llegase a develar el misterio de su filogenia naturaleza. Armado con ese conocimiento, liberador en sí mismo, podría ir cancelando todas sus preocupaciones –las  que tienen que ver con esta vida, como aquellas nacidas de su perplejidad ante la muerte-. Empero, la ocasión de adherirse a tal reflexión no aparece sino hasta que el hombre se ve empujado a liberarse del predominio de su ego; esto es, cuando el sufrimiento que vive ya  no brota de su frustración ante sus apetitos groseros, sino por efecto de su necesidad de trascendencia.  La cuestión aquí se torna arduo compleja, pues implícitamente sugiere no sólo que se debe lograr determinado umbral de madurez para emprender semejante contingencia, sino además que la misma se hace posible cuando ya no resultan apetecibles las banalidades que el mundo celebra, con lo cual queda evidente que apenas para un reducido grupo de sujetos es plausible dicho conocimiento.  

     La introspección ha demostrado, durante siglos, ser la vía a través de la cual el hombre puede escapar de las incertidumbres que le acosan, obteniendo el sosiego que tanto anhela. La introspección es el camino del conocimiento cuyo objeto de estudio es el hombre mismo. La  meta de la introspección se orienta a la penetración de la interioridad. La premisa  es la siguiente: la comprensión de sí mismo conduce a la supresión de todas las irresoluciones e inseguridades humanas.

     La introspección, cronológicamente hablando, surge con anterioridad a la ciencia, siendo su relación más cerca con la filosofía y la mística. Como método de auto-investigación puede rastrearse en casi todas las culturas pretéritas (Egipto, India, China) conservándose debido a la transmisión oral o escrita. En Grecia, por ejemplo, es Sócrates el filósofo que basa la totalidad de su doctrina en el precepto de que “una vida sin examen, no merece la pena ser vivida" (Platón, Apología de Sócrates, 399 a.c.) . Amparándose en la inscripción del templo de Apolo, en Delfos: “Hombre, conócete a ti mismo y conocerás al universo y los dioses” creyó el sabio de Atenas develar el medio para la obtención del conocimiento primario, esencial, absoluto. Sócrates, al ser el primer filósofo que se preocupa por el hombre, asume, ya para entonces, una inquietud de carácter existencial en sus meditaciones, pero a diferencia de los existencialistas del siglo veinte, su reflexión no se va a centrarse en los aspectos lúgubres y dolorosos de la vida –de lo que, sin dudas, fue bastante consciente-  sino en aquellos que propicien una vida integra, cuya aspiración sea el bien supremo y el desarrollo de las virtudes más excelsas. Esto así, porque para Sócrates la moralidad se descubre como una atribución atemporal y universal, en cuyo ejercicio puede el individuo lograr el pleno desenvolvimiento de su Ser.

     La tesis de la introspección, no obstante, es anterior a Sócrates en la cultura occidental (Orfeo, Pitágoras, Parménides) y va aparecer repetidamente en posteriores pensadores y místicos (Plotino, Maestro Eckhart, Pascal) muchos de ellos ligados a la devoción  cristiana. En oriente, donde la mística y la filosofía raras vez se han separado, la introspección conserva un dinamismo más acuciado, ya que se encarna en la figura de un sabio, intelectualmente competente y espiritualmente realizado. 

     Aunque para muchos la vía de la introspección pueda  parecer simplista o ingenua –debido, entre otras cosas, a que no hace mesurable sus especulaciones- no deja de ser un planteamiento interesante. La senda del conocimiento propio se sostiene en sí misma, ya que tiene como objeto de descubrimiento a la persona. Su instrumento primordial es la indagación interior y se podría argüir que este constituye su fundamento empírico más significativo.


 La introspección, como disciplina  conduce, paulatina e inevitablemente, al autoconocimiento. Esta especie de indagación interior, no obstante, no debe confundirse con una gimnasia intelectual, cavilación o cálculo sobre aspectos personales específicos. En la introspección la persona misma se convierte en el objeto de estudio, el foco de atención recae sobre  sí mismo.  Este proceso de autodescubrimiento se hará realidad gracias a la autoobservación. Para lograr esto será necesario una expectación del modo en que se está en el mundo, haciéndose consciente tanto de las sensaciones, emociones y pensamientos que acompañan los múltiples deberes habituales. Esta maniobra mental favorece, gradualmente, la comprensión del estado de automatismo psicológico en el cual se funciona ordinariamente. Se le ha llamado sueño en la vigilia a esa automatización que aletarga la conciencia, haciendo que el hombre se mueva por la vida sin pleno saber de lo que hace. Al anquilosarse la conciencia, por el estilo de vida mecánico -inconsciente-  que se tiene, el hombre se ha  acostumbrado a ejecutar sus acciones distanciada de una cognición lúcida que las acompañe, que las observe, traduciéndose en un vivir escindido, donde no se está enteramente consciente de lo que se siente, de lo que se hace y menos se repara en lo que se piensa. Todo esto, por lo común, acontece muy caóticamente.

  Cuando se practica persistentemente,  la introspección modifica las pautas de comportamientos inconscientes y establece igualmente una mayor presencia psicológica, que se conserva por más tiempo en el momento presente, permitiendo un nuevo redescubrimiento de la realidad –externa e interna-. Al anclarse en el aquí y ahora –libre de distracciones sensoriales- la conciencia puede monitorear mejor los resortes del ego y por consecuencia sus diversas manifestaciones. El ego, visto aquí como el yo inferior, es receptáculo donde anidan la ira, los celos, el orgullo, la arrogancia, la pereza, la lascivia, así como la depresión,  la ansiedad*, todos ellos impedimentos que obstaculizan la autonomía interior. 

   La introspección conduce oportunamente a darse cuenta de que las circunstancias externas no tienen porque avasallar constantemente el estado de ánimo interior. Si bien se es consciente de que los eventos exteriores pueden condicionar el propio sentir, los pensamientos y hasta la disposición para actuar, en la medida en que se progresa en la introspección, va quedando claro que potencialmente se tiene más control de los impulsos interiores de lo que se sospechaba. Al desecharse la noción de que la paz o la tranquilidad sólo son asequibles en ambientes armoniosos o cuando todo marche bien, una nueva orientación impele a darse cuenta de que en la mayoría de las situaciones el modo de sintonizarse con estas es lo que crea o deshace el conflicto. La habilidad para vaciarse de las emanaciones decadentes consiste en sustituirlas por influjos más armoniosos, no atacando directamente lo nocivo, sino polarizándose convenientemente hacia lo positivo. El contenido de lo que subyace en la mente es lo que debe tomarse en cuenta, pues cuando esta se orienta incesantemente hacia lo constructivo, las raíces de los conflictos comienzan a disecarse -al faltarles el alimento del resentimiento- sin que tenga que lucharse contra ellos. De esta forma se va esculpiendo una nueva personalidad, que subsecuentemente templa el carácter, hasta llegar a acoplar el temperamento.

   El trabajo con la introspección suele dar algunos frutos en poco tiempo, pero generalmente concede sus mayores beneficios después de años de esfuerzos, requiriendo toda una vida de ejercitación para llegar al cenit de la realización personal. El proceso se realiza desde dos fases distintas: una dinámica, que se orienta al desarrollo de la atención –autoobservación- de todas las acciones, emociones, sensaciones y pensamientos que ocurren en la rutina cotidiana, mientras se está activo en el mundo y cuya finalidad es ir desarticulando el condicionamiento habitual de la conducta reactiva, así como ganar más presencia consciente de todo lo que se vive. La otra, la fase estática, es algo más íntima, precisa de espacios de soledad específicos –regularmente la noche o la madrugada- para ejercitar la quietud interior. Este período es generalmente imprescindible para habituar a la mente a la tranquilidad y la calma, desarrollar la concentración e ir ahondando y penetrando cada vez más en el universo interior. A pesar de que no es obligatorio una reclusión perpetua, la disciplina a seguir hace que muy pocos se comprometan con la misma, prefiriendo procurarse el sosiego por sendas más anodinas y típicamente menos apacibles. Lo difícil del compromiso es que este suele verse fácilmente perturbado por el exterior o la persona encandilarse con los múltiples artificios que presenta el mundo. Por eso se dijo que quienes están menos seducidos por tales cosas avanzan más rápido. Como se ve la dificultad no radica tanto en la práctica, en cambio sí en la falta de ejercitación sistemática y constante. Los que hayan iniciado el camino notarán que tendrán épocas de progreso, donde sentirán una alegría inusual. Estos estados se alternarán igualmente con otros donde todo parece estancarse y la frescura inicial da la impresión de desvanecerse. Si no se entiende que tales acontecimientos forman parte del proceso, que son episodios pasajeros, superables siempre que se continúe el entrenamiento, pueden abandonar la práctica, cediendo a comprometerse con cosas más sugerentes, sobre todo si observan, en tales momentos, que la vida de los demás fluye, en apariencia, más que la propia. Estos tiempos críticos, sin embargo, son además de necesarios, inevitables. Son las pruebas y exámenes naturales del trayecto. Aquellos que logran asumir el reto, sin amedrentarse, van siendo testigo de que cada tramo conquistado va llenando de certidumbre sus vidas. Al conseguirse una mayor reconciliación interior, una nueva forma de relaciones con el mundo, con los demás y consigo mismo va emergiendo. La angustia existencial, generada por la incertidumbre y la finitud del tiempo vital, cederá y será reemplazada por una conciencia más lúcida, más centrada y, lo más importante, libre de angustia.   



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  *Vista aquí como ansiedad patológica, pues es bien sabido que la ansiedad básica es un mecanismo normal –de composición neuroendocrina- en los seres humano, que se activa ante circunstancias de peligro, siendo una medida de autoprotección que garantiza la autopreservación de la vida.