Los pensadores existencialistas, quizás más
que los de cualquier otra corriente filosófica moderna, se han descantado en
señalar la condición finita del ser humano. Esta conciencia de finitud -dicen-
de impermanencia, le acarrea al hombre una visión frustrante de la vida, pues
sabe muy íntimamente que todo lo que hoy es,
algún día ya no será. Si bien el hombre
busca escabullirse de esta realidad –intentando no pensarse- el
presentimiento le acompaña, como algo demoledor, encontrándose con él en algún
recodo de su vida. La defensa más habitual a la que acude, para alejar de su
mente el ineludible momento, es mantenerse extremadamente ocupado, ya sea
procurándose la felicidad por medio de logros personales, ya disipándose en sus
laberínticos placeres viscerales. No se necesita ser un profesional tras el
diván para presumir el caudal de angustia que estas evasivas generan y acumulan.
"No habiendo podido los hombres remediar la muerte, la miseria y la ignorancia han imaginado, para ser felices, no pensar en absoluto en ellas", decía Pascal. El mecanismo de defensa de que se vale el hombre ordinario para evadir la ansiedad que le provoca el presagio de la muerte, el mas habitual por lo menos, consiste en alienarse, negocia con el mundo en una transacción desigual, siempre con un saldo a disfavor suyo, hipotecando su libertad y, sin advertirlo, la paz que tanto anhela. El doble juego del que se vale la sociedad para enajenar la conciencia del individuo -para no pensarse- es inusualmente incomprendido por quienes caen en el sortilegio de sus futilidades; por un lado esta le promete colmar y satisfacer todas sus apetencias, por el otro, ella misma le engendra el complejo de no estar nunca completo, descubriéndoles que les es necesario todo tipo de futilidades en sus vidas.
"No habiendo podido los hombres remediar la muerte, la miseria y la ignorancia han imaginado, para ser felices, no pensar en absoluto en ellas", decía Pascal. El mecanismo de defensa de que se vale el hombre ordinario para evadir la ansiedad que le provoca el presagio de la muerte, el mas habitual por lo menos, consiste en alienarse, negocia con el mundo en una transacción desigual, siempre con un saldo a disfavor suyo, hipotecando su libertad y, sin advertirlo, la paz que tanto anhela. El doble juego del que se vale la sociedad para enajenar la conciencia del individuo -para no pensarse- es inusualmente incomprendido por quienes caen en el sortilegio de sus futilidades; por un lado esta le promete colmar y satisfacer todas sus apetencias, por el otro, ella misma le engendra el complejo de no estar nunca completo, descubriéndoles que les es necesario todo tipo de futilidades en sus vidas.
Descontento consigo mismo, insatisfecho
con su suerte, el hombre se escinde entre un presente esencialmente carente y
un futuro que le depara la plenitud apetecida. Al sobrevenir esto, lo que le
sigue es el lugar común tras el cual se canalizan las angustias humanas:
el hombre se obsesiona por el estatus,
el poder y las riquezas. Si logra
alcanzar estas metas –cosas que muchos consiguen fortuitamente- las mismas se
convierten en consoladores furtivos que producen cierto sosiego, determinado
grado de satisfacción, hasta una extraña sensación de bienestar en la
autoestima. Estos logros, sin embargo, llevan indeleble el sello de lo
transitorio, tras el cual después de la habituación volverá el encuentro con la
consternación, pues si bien es cierto que las conquistas materiales no son del
todo indeseables, regularmente sólo actúan como paliativos, estupendos
sucedáneos de la felicidad.
La condición en la que se encuentra el
hombre moderno hay que pensarla, no como una cuestión que le es exclusiva a su
época, pues la historia refiere la perpetua insatisfacción que ha acompañado al
ser humano durante centurias, misma que le ha envuelto en trifulcas, engaños,
inapetencias y ruinas. Si el sabio hebreo, según narra el viejo testamento, ya
había cavilado sobre la vanidad de las cosas del mundo, sin dudas estas
reflexiones se derivaron de haberse percatado de lo insustancial que a fin de
cuenta son las hazañas humanas y la desolación que dejan en el alma
individual.
Idénticas meditaciones se recogen en otras
latitudes y culturas del pasado, lo cual
advierte sobre lo perenne de esa necesidad de trascendencia que ha acompañado
al hombre de todos los períodos. Lo particular de lo que acontece en los momentos
actuales, a diferencia de lo que pudo suceder en las civilizaciones del pasado,
es que esta ha logrado un tan alto nivel de desarrollo y ni siquiera semejante progreso
ha logrado desechar del hombre sus tribulaciones.
La ciencia, cuyo capricho ha sido
descubrir y demostrar el mundo objetivo, lleva algo más de doscientos años
intentando darle al hombre una certidumbre de su naturaleza y propósito en la
vida, intentando para ello proporcionar una explicación racional que descubra
la realidad objetiva. A pesar de que se tiene como el epítome de la mayor
realización humana, la ciencia no ha conseguido esto, si bien ella tiene la
particularidad de que la mayoría de sus axiomas pueden ser mesurables,
garantizando de este modo una veracidad irrefutable en sus propuestas. Pero,
las verdades que la ciencia descubre suelen ser ocasionalmente temporales, en el
sentido de ser susceptibles de ser superadas, mejoradas e incluso suprimidas en
algunos casos, por otras de más recientes comprobación. Sin embargo, la ciencia es atrayente y
fascinante, las personas pueden conseguir por medio de ella un significativo
nivel de comprensión de la realidad, con el preciado reposo que tal cuestión
suministra. Quienes se orientan por el lado de la ciencia, queriendo llenar sus
incertidumbres, a diferencia del sujeto ordinario, adquieren una visión de la
vida, del mundo y de sus relaciones privadas más desafectada, pues aprenden,
entre otras cosas, que los hechos humanos, sociales e históricos están sujetos
a redes de interdependencias, y no siempre a voluntades particulares plenamente
conscientes. Esto los lleva a que aun
teniendo inquietudes, estas ya no partan tanto de los baladíes asuntos
cotidianos. No obstante, la experiencia demuestra que el conocimiento que
aporta la ciencia, capaz de colocar a quien lo obtiene por encima del promedio
de los individuos, no es suficiente para abastecer el pozo interior. Este
conocimiento queda siempre como algo exterior, imposible de internalizar, y
debido a su condición mutable, va continuamente de una certidumbre a otra, de
un hallazgo prometedor a un acierto posterior que acabará finalmente
suplantándole.
El hombre puede, no obstante, sabiéndose
perecedero, llegar a un nivel de certidumbre plena si llegase a develar el
misterio de su filogenia naturaleza. Armado con ese conocimiento, liberador en
sí mismo, podría ir cancelando todas sus preocupaciones –las que tienen que ver con esta vida, como
aquellas nacidas de su perplejidad ante la muerte-. Empero, la ocasión de
adherirse a tal reflexión no aparece sino hasta que el hombre se ve empujado a
liberarse del predominio de su ego; esto es, cuando el sufrimiento que vive
ya no brota de su frustración ante sus
apetitos groseros, sino por efecto de su necesidad de trascendencia. La cuestión aquí se torna arduo compleja, pues
implícitamente sugiere no sólo que se debe lograr determinado umbral de madurez
para emprender semejante contingencia, sino además que la misma se hace posible
cuando ya no resultan apetecibles las banalidades que el mundo celebra, con lo
cual queda evidente que apenas para un reducido grupo de sujetos es plausible
dicho conocimiento.
La introspección ha demostrado, durante
siglos, ser la vía a través de la cual el hombre puede escapar de las
incertidumbres que le acosan, obteniendo el sosiego que tanto anhela. La
introspección es el camino del conocimiento cuyo objeto de estudio es el hombre
mismo. La meta de la introspección se
orienta a la penetración de la interioridad. La premisa es la siguiente: la comprensión de sí mismo
conduce a la supresión de todas las irresoluciones e inseguridades humanas.
La introspección, cronológicamente
hablando, surge con anterioridad a la ciencia, siendo su relación más cerca con
la filosofía y la mística. Como método de auto-investigación puede rastrearse
en casi todas las culturas pretéritas (Egipto, India, China) conservándose
debido a la transmisión oral o escrita. En Grecia, por ejemplo, es Sócrates el
filósofo que basa la totalidad de su doctrina en el precepto de que “una vida
sin examen, no merece la pena ser vivida" (Platón, Apología de Sócrates, 399 a.c.) . Amparándose en la
inscripción del templo de Apolo, en Delfos: “Hombre, conócete a ti mismo y
conocerás al universo y los dioses” creyó el sabio de Atenas develar el medio
para la obtención del conocimiento primario, esencial, absoluto. Sócrates, al
ser el primer filósofo que se preocupa por el hombre, asume, ya para entonces,
una inquietud de carácter existencial en sus meditaciones, pero a diferencia de
los existencialistas del siglo veinte, su reflexión no se va a centrarse en los
aspectos lúgubres y dolorosos de la vida –de lo que, sin dudas, fue bastante
consciente- sino en aquellos que
propicien una vida integra, cuya aspiración sea el bien supremo y el desarrollo
de las virtudes más excelsas. Esto así, porque para Sócrates la moralidad se
descubre como una atribución atemporal y universal, en cuyo ejercicio puede el
individuo lograr el pleno desenvolvimiento de su Ser.
La tesis de la introspección, no obstante,
es anterior a Sócrates en la cultura occidental (Orfeo, Pitágoras, Parménides)
y va aparecer repetidamente en posteriores pensadores y místicos (Plotino,
Maestro Eckhart, Pascal) muchos de ellos ligados a la devoción cristiana. En oriente, donde la mística y la
filosofía raras vez se han separado, la introspección conserva un dinamismo más
acuciado, ya que se encarna en la figura de un sabio, intelectualmente
competente y espiritualmente realizado.
Aunque para muchos la vía de la
introspección pueda parecer simplista o
ingenua –debido, entre otras cosas, a que no hace mesurable sus especulaciones-
no deja de ser un planteamiento interesante. La senda del conocimiento propio
se sostiene en sí misma, ya que tiene como objeto de descubrimiento a la
persona. Su instrumento primordial es la indagación interior y se podría argüir
que este constituye su fundamento empírico más significativo.
La introspección, como disciplina conduce, paulatina e inevitablemente, al autoconocimiento. Esta especie de indagación interior, no obstante, no debe confundirse con una gimnasia intelectual, cavilación o cálculo sobre aspectos personales
específicos. En la introspección la persona misma se convierte en el objeto de estudio, el foco de atención recae sobre sí mismo. Este proceso de autodescubrimiento se hará realidad gracias a la autoobservación. Para lograr esto será necesario una expectación del modo en que se está en el mundo, haciéndose
consciente tanto de las sensaciones, emociones y pensamientos que acompañan los
múltiples deberes habituales. Esta maniobra mental favorece, gradualmente, la
comprensión del estado de automatismo psicológico en el cual se funciona
ordinariamente. Se le ha llamado sueño en
la vigilia a esa automatización que aletarga la conciencia, haciendo que el
hombre se mueva por la vida sin pleno saber de lo que hace. Al anquilosarse la
conciencia, por el estilo de vida mecánico -inconsciente- que se tiene, el hombre se ha acostumbrado a ejecutar sus acciones distanciada
de una cognición lúcida que las acompañe, que las observe, traduciéndose en un
vivir escindido, donde no se está enteramente consciente de lo que se siente,
de lo que se hace y menos se repara en lo que se piensa. Todo esto, por lo
común, acontece muy caóticamente.
Cuando se practica persistentemente, la introspección modifica las pautas de
comportamientos inconscientes y establece igualmente una mayor presencia
psicológica, que se conserva por más tiempo en el momento presente, permitiendo
un nuevo redescubrimiento de la realidad –externa e interna-. Al anclarse en el
aquí y ahora –libre de distracciones sensoriales- la conciencia puede
monitorear mejor los resortes del ego y por consecuencia sus diversas
manifestaciones. El ego, visto aquí como el yo inferior, es receptáculo donde
anidan la ira, los celos, el orgullo, la arrogancia, la pereza, la lascivia,
así como la depresión, la ansiedad*, todos ellos
impedimentos que obstaculizan la autonomía interior.
La introspección conduce oportunamente a
darse cuenta de que las circunstancias externas no tienen porque avasallar
constantemente el estado de ánimo interior. Si bien se es consciente de que los
eventos exteriores pueden condicionar el propio sentir, los pensamientos y
hasta la disposición para actuar, en la medida en que se progresa en la
introspección, va quedando claro que potencialmente se tiene más control de los
impulsos interiores de lo que se sospechaba. Al desecharse la noción de que la
paz o la tranquilidad sólo son asequibles en ambientes armoniosos o cuando todo
marche bien, una nueva orientación impele a darse cuenta de que en la mayoría
de las situaciones el modo de sintonizarse con estas es lo que crea o deshace
el conflicto. La habilidad para vaciarse de las emanaciones decadentes consiste
en sustituirlas por influjos más armoniosos, no atacando directamente lo
nocivo, sino polarizándose convenientemente hacia lo positivo. El contenido de
lo que subyace en la mente es lo que debe tomarse en cuenta, pues cuando esta
se orienta incesantemente hacia lo constructivo, las raíces de los conflictos
comienzan a disecarse -al faltarles el alimento del resentimiento- sin que
tenga que lucharse contra ellos. De esta forma se va esculpiendo una nueva
personalidad, que subsecuentemente templa el carácter, hasta llegar a acoplar
el temperamento.
El trabajo con la introspección suele dar
algunos frutos en poco tiempo, pero generalmente concede sus mayores beneficios
después de años de esfuerzos, requiriendo toda una vida de ejercitación para
llegar al cenit de la realización personal. El proceso se realiza desde dos
fases distintas: una dinámica, que se orienta al desarrollo de la atención
–autoobservación- de todas las acciones, emociones, sensaciones y pensamientos
que ocurren en la rutina cotidiana, mientras se está activo en el mundo y cuya
finalidad es ir desarticulando el condicionamiento habitual de la conducta
reactiva, así como ganar más presencia consciente de todo lo que se vive. La
otra, la fase estática, es algo más íntima, precisa de espacios de soledad
específicos –regularmente la noche o la madrugada- para ejercitar la quietud
interior. Este período es generalmente imprescindible para habituar a la mente
a la tranquilidad y la calma, desarrollar la concentración e ir ahondando y
penetrando cada vez más en el universo interior. A pesar de que no es
obligatorio una reclusión perpetua, la disciplina a seguir hace que muy pocos
se comprometan con la misma, prefiriendo procurarse el sosiego por sendas más anodinas y típicamente menos apacibles. Lo
difícil del compromiso es que este suele verse fácilmente perturbado por el
exterior o la persona encandilarse con los múltiples artificios que presenta el
mundo. Por eso se dijo que quienes están menos seducidos por tales cosas avanzan
más rápido. Como se ve la dificultad no radica tanto en la práctica, en cambio
sí en la falta de ejercitación sistemática y constante. Los que hayan iniciado
el camino notarán que tendrán épocas de progreso, donde sentirán una alegría
inusual. Estos estados se alternarán igualmente con otros donde todo parece
estancarse y la frescura inicial da la impresión de desvanecerse. Si no se
entiende que tales acontecimientos forman parte del proceso, que son episodios
pasajeros, superables siempre que se continúe el entrenamiento, pueden abandonar
la práctica, cediendo a comprometerse con cosas más sugerentes, sobre todo si
observan, en tales momentos, que la vida de los demás fluye, en apariencia, más
que la propia. Estos tiempos críticos, sin embargo, son además de necesarios,
inevitables. Son las pruebas y exámenes naturales del trayecto. Aquellos que logran
asumir el reto, sin amedrentarse, van siendo testigo de que cada tramo
conquistado va llenando de certidumbre sus vidas. Al conseguirse una mayor
reconciliación interior, una nueva forma de relaciones con el mundo, con los
demás y consigo mismo va emergiendo. La angustia existencial, generada por la incertidumbre y la finitud del tiempo vital, cederá y será reemplazada por una conciencia más lúcida, más centrada y, lo más importante, libre de angustia.
_________
*Vista aquí como ansiedad
patológica, pues es bien sabido que la ansiedad básica es un mecanismo normal
–de composición neuroendocrina- en los seres humano, que se activa ante
circunstancias de peligro, siendo una medida de autoprotección que garantiza la
autopreservación de la vida.