jueves, 22 de junio de 2017

Autopreservación y suicidio: la dicotomía de la existencia

     Casi todos los libros místicos, la Biblia, por ejemplo, hablan de la inmortalidad del alma. Algunos creen que el anhelo de permanencia eterna le viene al hombre porque su esencia es imperecedera; de ahí su deseo de perennidad. Platón ya hacía referencia a ello en Fedón, obra donde narra la naturaleza del alma y la aparente eternidad de esta. De todos modos, el ser humano no es sólo un ente que apetece la vida, además la reproduce, la da, la facilita. El sagrado acto de la procreación, propio de la unión heterosexual, entre macho y hembra, deviene de un mandato, divino o natural, cuya finalidad ulterior es la propagación y permanencia de la especie. Con la gestación, y durante ella, adquiere la mujer un sentimiento de unión y entrega, capaz del más noble sacrificio.  El arquetipo universal de la maternidad con todas sus implicaciones, se inserta en la psiquis de toda madre modificando su relación con la vida, con el mundo e incluso con ella misma. Ella no sólo se convierte en el laboratorio donde crece la criatura que lleva en su vientre, sino en el soporte que le sirve de alimento y nutrición. El virtuoso seno femenino -el pecho, las tetas, las mamas- es el símbolo nutricio más universal.  En la alegoría cristiana se dice que Dios acoge en su Santo Seno a las almas piadosas, lo cual indica que las protege o las ampara; misma cualidad muestra la Alma Máter (o madre nutricia) cuando cobija aquellos que desean nutrirse del conocimiento profano.


     No obstante, todo lo dicho, existen circunstancias en donde ese precepto original de conservación se ve desarticulado y la vida misma puede ser segada por aquel que está llamado a atesorarla.  La causa más frecuente de la inmolación, la cual es la negación concluyente de la existencia, viene de la percepción por parte de una persona de que la existencia se vuelve tan dolorosa que sólo la muerte puede proporcionar alivio. Kierkegaard, ya había insinuado esto cuando planteaba que la subsistencia desafía la explicación racional y objetiva y que la mayor verdad sobre este punto siempre será de carácter subjetivo. De lo anteriormente expuesto podemos emplazar entonces el hecho de que la sobrevivencia aparece como una tendencia general, innata e inherente a los seres vivos, pero que, de algún modo en el ser humano, debido sobre todo a la complejidad de su constitución, puede labrar sendas escarpadas y tumultuosas, llevando, no pocas veces, al individuo a la auto-aniquilación.

     El suicidio es siempre una dicotomía, una contradicción existencial, un acto contra natura. En determinado momento histórico algunas culturas orientales (Japón, China, India) emparentaron el suicidio con una heroica conducta que ennoblecía a quien la asumía, pues la creencia general en tales casos era que contribuía a reparar algún daña o infracción. El kamikaze moderno que da su vida por una causa gloriosa no deja de ser un suicida, y en muchos casos un insensato, aunque desde luego las razones aquí parecen justificar dicha temeridad. El terrorista que inmolándose trayendo consigo la muerte de otros, es todavía peor, pues su fanatismo le ha segado hasta tal punto de no lograr entender el valor de la vida de sus semejantes. En cualquier caso, independientemente de la justificación presentada, el suicidio es un error. Si se toma en cuenta que el ochenta por ciento de las personas que se matan están atravesando una fase crítica de su vida o una profunda depresión, se podrá comprender el sustrato patológico subyacente que regularmente acompaña dicha determinación. 


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  Se requiere estar realmente perturbado para intentar atentar contra la propia vida. Algunas almas ingenuas y no pocas veces ignorantes argumentan que quien comete, o intenta cometer, suicidio busca ante todo manipular o llamar la atención. A pesar de que algo de esto puede haber en quien se quita la vida, nadie razonablemente sano optará por medios tan osados y decididamente tan funestos. Las motivaciones intrínsecas de la conducta suicida son más de las veces ignoradas por el propio sujeto predispuesto a dichos actos. La investigación psicológica apunta a que unos conjuntos de factores son los responsables de que una persona llegue a ese derrocadero. Por un lado, están los factores que hablan de un inusitado desbalance en la química cerebral (disminución de la serotonia) que inclina al estado de ánimo triste, desesperanzado y depresivo. Están, además, las razones de carácter psicológico, como una visión pesimista del mundo, un bajo autoconcepto, una naturaleza introvertida o sentir que no puede controlarse la vida propia. Las enfermedades mentales (esquizofrenia, trastorno limite de la personalidad, trastornos de ansiedad) suelen ser igualmente factores de suicidio, así como las enfermedades orgánicas (cáncer, hipotiroidismo, dolor crónico). También diversas circunstancias (duelo, separación, enfermedad crónica, desempleo, desastres) el ambiente (climas frios y poco sol) y determinadas situaciones (antecedentes de consumo y abuso de sustancias: alcohol, drogas, etc.) pueden acenturar la inclinacion a la autoeliminación. Lo que comúnmente acontece, no obstane, es que se conjugan más de uno de estos elementos para que llegue a materializarse el trágico final.

La franja de edades en la que más tiende a producirse el suicidio está en jovenes, entre 15 y 25 años (algunos estimán que puede llegar a 34); los jovenes atraviesan con frecuencia por situaciones de presión en su pocisionamiento laboral, academico, de pareja durante estos años.  La misma vulnerabilidad propia de la inmadurez tambien contribuye, pues a tales edades muchas de sus conductas se caracterizan por la impulsividad (y la impulsividad es un elemento que contribuye a la accion suicida).  El otro grupo de edad en que se tiene mayor riesgo son las personas mayores de 65 años.  Aquí, los motivos pueden ser enfermedad, no querer ser una carga para familiares, sentimientos de inutilidad o soledad, entre otros. (Tuesca Molina, Rafael; Navarro Lechuga, Edgar, 2003). 

El suicidio, de acuerdo a datos epidemiológicos, es la 4ta. causa de muerte prevenible en el mundo. Generalmente más hombres se quitán la vida que las mujeres (3 hombres por 1 mujer), a pesar de que ellas lo intentan más que ellos  (
Organizació Mundial de la Salud, 2016). En el mundo, aproximadamente, 100,000 personas mueren al año por dicha causa y se contacta unos 20 millones de gestos suicida al año (intentos fallidos).  Por regla general los solteros se suicidán más que los casados, lo que convierte al matrimonio en un factor de protección. Igual en las sociedades  colectivista (india, china) el índice tiende a ser menor que en las sociedades individualistas (Estados Unidos, Alemania, Cánada).  Aunque el clima puede contribuir, no es del todo cierto que los países nórdicos sean los que tienen una taza mayor de suicidio. Los datos actcuales dan cuenta de que los países pobres o en desarrolla salen con una estadística más alta.  La época del año donde más caso de suicidio se registran está entre los meses de marzo y agosto. Los métodos que con mayor frecuencia se utilizán son: asficia (ahorcamiento), arma de fuego, consumo de pepticidas, lanzarse al vacio, entre otros.   

     Finalmente debemos concluir que el suicidio, como la mayoría de las inclinaciones patológicas puede prevenirse y muy posiblemente también desarticularse su tendencia persistente. Un conocimiento profundo de la persona implicada es pertinente y esto se consigue de forma adecuada en la psicoterapia. La medicación igualmente es una opción legítima y la combinación de ambas (psicoterapia y medicación) sin duda, es el mejor procedimiento a seguir. Cuando el ser humano goza de salud psicológica y emocional, vivir suele ser una experiencia gratificante, aún con todos los contratiempos que se puedan presentar. Sólo cuando la existencia se convierte en algo insoportable piensa el ser humano en transgredir el instinto de supervivencia; cuando esto ocurre es el signo indefectible de que algo malo -algún trastorno- ha corrompido la naturaleza humana.   


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-Tuesca Molina, Rafael; Navarro Lechuga, Edgar (2003). Factores de riesgo asociados al suicidio e  
  intento de suicidio. Universidad del Norte Barranquilla, Colombia.
-Organizació Mundial de la Salud (2016).  Prevención de la conducta suicidad.  Washington, D.C.



Insurrección del arte moderno

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    El arte –la pintura- como creación, existente aun antes de la escritura, estuvo –está-  estrechamente afectado por el contexto histórico, socioeconómico, político y filosófico del espacio geográfico en donde surge. En otras palabras, el arte deviene en sintonía con el nivel de evolución –o civilización- alcanzado en un tiempo determinado. Teóricos como Harnol Hauser entienden que el arte* se inicia con representaciones planas, de carácter simbólico, en composiciones abstractas, cuya mayor preocupación estuvo centrada en los seres espirituales, es decir las entidades numinosas a las cuales les debían reverencias los antiguos. El arte, entonces, nació nada realista, impreciso, plenamente subjetivo, orientado no al deleite estético, en cambio sí a la adoración sobrenatural. Esta tendencia va, con los tiempos, en lento, pero perpetuo cambio hasta alcanzar un estadio de precisión, reflexividad y realismo que se hace evidente ya en los albores del siglo XV, muy particularmente con el Renacimiento. Este progreso (si bien cabe destacar que en el arte no se puede pretender un avance similar al que es plausible en la ciencia) se mantendría durante algunos decenios, a partir de los cuales la técnica retomará, en gran parte, algunos elementos de sus orígenes indefinidos, alegóricos, pero en este caso no porque le anime una comunión con los númenes del pasado -pues el arte del siglo XX puede considerarse más bien antirreligioso/materialista- sino porque ensaya desconsstruir todo lo concebido. Para ello entonces traspasa el umbral de lo explicito, obliterando las formas, encubriendo las figuras, desnaturalizando la disposición, en una especie de ascenso progresivo a su “involución”, al puno que para el primer cuarto del siglo XX Ortega y Gasset se referiría a la plástica como un arte deshumanizado.


     Desde la perspectiva hegeliana de la estética, el arte muestra una progresión que empieza con el mundo primitivo, partiendo de lo mitológico-imaginario ante su necesidad de intentar conjugar la idea de belleza –cosa que no alcanzó-, hasta llegar a un arte clásico, que sí logró el cenit formalista de la mímesis (equilibrio entre la forma y el contenido).  Habiendo ganado este estadio pleno de belleza, el arte no debía detenerse en él, teniendo que ser superado tiempo después por un arte que lo trascendiera. Para Hegel, este siguiente paso dialéctico se conseguiría al superar la naturaleza, su imitación, pues en lo adelante la función del artista no podría ser otra que exteriorizar su interioridad. En unida camaradería conceptual con Platón, piensa Hegel que la idea es superior a la realidad. La idea misma es pensamiento, razón, cuya más excelsa cumbre se alcanza en la filosofía, siendo ella lo más próximo al espíritu. En dicha suerte, el arte que deviene en idea, alejándose de la naturaleza, se hace superior, porque la trasciende.


     Históricamente hablando la mutación del arte hay que verla como una extensión consustancial de las permutas que se dan en la sociedad, cuyo dínamo es el hombre. Esta conversión obedece a la síntesis imperativa en la que va acabar todo proceso de reconstrucción. Por eso en el arte, como en cualquier otro universo humano, los estilos se superponen ordinariamente en una dirección, a veces, totalmente opuestas a la del momento. A partir del siglo XVII, y en los próximos doscientos años, los modos que se suceden –barroco y romanticismo respectivamente-, influenciados a su vez por los cambios y transformaciones políticas y sociales, ven aparecer un arte –un artista- que se aleja cada vez más del criterio conservador clásico, perdiendo, paulatinamente, la fruición por una estética clara y equilibrada, rindiéndose a representaciones más dramáticas y naturalistas, en un momento, y a otras de carácter más emocional y sentimental, posteriormente.


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     Para el siglo XIX, la capital del arte había dejado de ser Italia y se había trasladado a Francia, pero el modelo clásico –vigente aún- seguía siendo el canon que imperaba en las academias, a pesar de que el contexto social se había transformado significativamente. Inconformes con ceñirse a la tradición, muchos pintores, influenciados por las nuevas tendencias –políticas, filosóficas, sociales y económicas- quisieron dar la espalda a todo lo anterior. Unos de los hechos capitales que presagió el nuevo rumbo que le esperaba a la pintura fue la invención de la fotografía (1830). Las vías creativas del artista se vieron forzadas a tomar otro curso que no fuera meramente plasmar la realidad, ya que esta podía ser copiada con una precisión sin precedente por la nueva técnica reproductiva. Esto en el arte, supuso un creciente interés por creaciones menos precisas, donde la libertad compositiva, sobre todo en lo concerniente a la luz, no encontrará obstáculo alguno. La ruptura con la ortodoxia resultaba impostergable, al punto que un grupo de osados, conocidos posteriormente como Impresionistas (Manet, Monet, Pissarro, Degas, Renoir, Gauguin, Cezanne) desafiaron cinco siglos de tradición. Aunque tuvieron que buscar escenarios menos glamorosos para exhibir sus obras, pues la academia despreciaba sus lienzos, finalmente lograron imponerse, dando inicio de este modo al arte moderno.  Estos nuevos insurrectos de la plástica tuvieron poco respeto por la composición, descuidaron intencionalmente las figuras y, sin escrúpulos, se deshicieron de todos los resortes del arte clásico.  El germen de las vanguardias, que irían a imponerse más tarde, ya estaba larvado. Lo que hubo comenzado como un sacudión del dogma estilístico se convirtió en toda una conspiración sediciosa apenas repuntaba la primera década del siglo XX. El cubismo*, fue en estos años el gran iconoclasta del cual abrevaron todas las tendencias y corrientes del siglo.  Su heterodoxa manera lo perneó e influyó todo.

   Las vanguardias (Matisse, Braque, Picasso, Marcel Duchamp, Franz Marc, Robert Delaunay, Dali, Malievich, Jackson Pollock, Mark Rothko…) empezaron deshaciendo el molde de lo conocido hasta llegar, años más tarde, a realizar un arte retorcido donde ya ninguna representación humana o paisajística era realmente tal. Esto fue lo que hizo que algunos –como se dijo al principio- llegaran a decir que el arte moderno se había deshumanizado. Quizás esto sea cierto, pero sólo en parte, pues analizado desde una perspectiva psicodinámica lo humano nunca podría llegar a desaparecer del todo, pues los lienzos hablan, diría Freud, de una estampa vitalmente humana a través de revelaciones ostensiblemente inconscientes. Conscientes o no de ello, las vanguardias se alinearon inicialmente a la tesis hegeliana de que el arte posrenacentista debía apartarse cada vez más de la naturaleza, pintando el artista lo que ella le evoca o provoca, trascendiendo la forma para plasmar las ideas. Esto llegó a ser cierto en algunas tendencias y durante algunos años, siendo Kandinsky un estimable ejemplo. Los movimientos vanguardistas expandieron con su inventiva las posibilidades creativas hasta lo insospechado, abrieron nuevas rutas expresivas y derrumbaron muchos anquilosados moldes enraizados. Pero como en todo siempre existe la posibilidad de perderse, extraviarse y hasta de involucionar, creyéndose avanzar, desde el primer cuarto del siglo XX el arte moderno comenzó a sufrir una profunda escisión, llegando al extremo de experimentar con todo tipo de cosas absurdas: artefactos, desechos, residuos, desperdicios... La adhesión a la falta de reglas que definieran claramente lo que el arte es lo relativizó todo; perdiéndose los límites, las fronteras ya nunca más estuvieron claras. Todo se hizo arte, y como suele acontecer cuando esto sobreviene, en gran parte ya nada realmente lo era. Para la primera mitad del siglo XX, el arte se hizo excesivamente subjetivo, kantiano dirían algunos, puesto que para Kant el valor estético estribaba en lo subjetivo, siendo el sentimiento el único medio de tasar la belleza.

    El nuevo paradigma estético impuesto por las vanguardias –negación de lo exterior como referente artístico- juzgó encontrar lo vital en los instintos confinando la intuición en beneficio de lo irracional como fuente de inspiración.  Al abrazar lo extravagante, denigraron lo escultural; creyendo con ello atestiguar lo humano, lo que hicieron fue subvertirlo. Este alejamiento, si cabe excusarlo, vale decir que no en todo fue voluntario, intencional, premeditado, y para comprenderlo sólo hay que reparar en el contexto histórico del siglo XX, una centuria que concentró de modo extremo bastante insatisfacción: dos guerras mundiales en menos de cincuenta años. Esto, en el plano estético, debió traducirse en la necesidad de superar las reglas vigentes, encontrando nuevas vías de expresión que atestiguaran la realidad del momento. El resultado, un arte fragmentado cuya originalidad se descanta por una regresión a lo infantil, en una orgía conceptual sin precedente.

     Como dijo alguien alguna vez, el arte para ser auténtico tiene que reflejar los valores de su tiempo (Ernest Fischer). La confusión marca la tendencia del momento. Lo que es comprensible, se cree, carece de profundidad. Esto es emblemático, sobre todo, en filosofía actual, donde la jerigonza especulativa predomina en las reuniones ilustradas. El arte del siglo XV, y siglos posteriores, que siempre fue recreación de élites -cortesanas primero y, burguesa, después-, podía, a pesar de ello, ser reconocido por el más prosaico hombre de su tiempo, si bien éste no podía comprender en su totalidad las articulaciones expresivas y simbólicas del mismo, lo cual siempre ha requerido de algún nivel de enjundia.  Quien observaba una obra de Massacio, Paulo Uccello, Tintoretto, Caravaggio, Jan Van Eyck o Durero, quizás no reparaba en las improntas psicológicas que con sutilezas expresaban estos artistas en sus obras, pero en general se llevaba una opinión más o menos acabada de lo que había impresionado su retina. Lo mismo hubo seguramente de acontecer con Rubens, Ingres, Delacroix, Corot, Courbet, Thomas Cole, Velazquez, Goya e incluso con el Bosco en su Jardín de las Delicias, que para muchos ya prefiguraba iniciales vestigios del surrealismo. Y todo lo anterior siguió siendo, relativamente, cierto en las generaciones de pintores impresionista, simbolistas, expresionistas e incluso cubistas y surrealistas. No obstante, las abstracciones del arte moderno ya nadie –o muy pocos- la entiende. En no pocas ocasiones aún el crítico especializado discursa sobre ellas sustituyendo el análisis objetivo por una vaguedad de interpretaciones polisémicas. Esto debido a que los juicios estéticos hoy día son muchas veces impuestos por una crítica tendenciosa que hace que la mayor referencia valorativa sea impuesto por el comentarista.  Desde la perspectiva de Avelina Lesper (critica de arte): "El discurso del curador es el discurso del mercado, el curador es un vendedor"El artista, entonces, lejos de lo que muchos sugieren, no goza necesariamente de mayor libertad que quienes le precedieron, pues la realidad no justifica este supuesto, ya que en ocasiones al creador actual se le impone un bozal compositivo al que debe ceñirse, si no desea perder el encomio de los nuevos jueces de la estética moderna.  

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  A pesar de todo lo dicho en el párrafo precedente, lo cierto es que estamos en los años del predominio del arte abstracto y del llamado arte conceptual. Los avances en la ciencia sin duda justificarían en gran medida la proliferación de creaciones singulares. Cualquiera que haya mirado a través del microscopio una red celular puede ver a la vez un mundo real y totalmente distinto al conocido ordinariamente. Si se observa una bacteria o una conexión sináptica no solamente puede lo visto sugerir belleza, sino un parámetro para nuevas inspiraciones. Las galaxias con sus nutridos grupos de estrellas son otro referente importante en el cual puede recrear la imaginación sensible de un artista. Ya no solamente las manos, sino, además, la cara, los pies, la espalda, el cabello, llegan a ser medios con los cuales trazar formas y matices. Estos argumentos a favor del arte que predominan al momento son hasta ciereta medida válidos; válidos, al punto de que muchos sólo conciben el arte de este modo, desestimando todo lo demás. Y claro que sería impropio no reconocer cierta legitimidad en este tipo de estética moderna, siendo muy consciente de que hoy igual se mezclan con bastante frecuencia el arte y la extrabagancia.  


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*El término deriva de la raíz latina Art que significa habilidad 

**Una riqueza sin igual aportada por el cubismo fue plasmar de modo simultáneo un objeto visto desde múltiples ángulos. La abstracción y la subjetividad que tanto predominó durante la primera mitad del siglo XX, tuvieron como matriz al cubismo.

domingo, 4 de junio de 2017

Enaltecer la critica a la categoría de análisis


                                                                             

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     Suponer los motivos de la conducta ajena -salvo cuando se ostenta la gracia de pitonisa- así como el dedicarse a la encomienda de lo que se presume como lo mejor para cada quien, es una de las ocupaciones menos estimable a la que puede consagrarse persona alguna. No obstante, esta práctica tan incrustada en el ser humano tiene antecedentes históricos que se pierden, como expresaría un poeta, en la confusión de los tiempos.  La crítica* -que en su aspecto más degradante no es más que murmuración, chisme o calumnia- no sólo se tiene como uno de los más antiguos vicios humanos, también suele ser uno de lo más lastimosos e infames. Si bien el concepto “crítica” puede exhibir una connotación dual; o sea, que puede haber crítica constructiva como insidiosa, el común de los individuos suele adoptar en sus imputaciones el modelo más deplorable y subjetivo. En última instancia, denotamos lo que nos adversa o resulta desfavorable, adoptando, ordinariamente, una postura irresponsablemente complaciente hacia lo que nos gusta, conviene o beneficia. Y es que hace falta una corpulenta honestidad para reconocer el valor de lo que nos antagoniza.

     Sólo cuando la crítica logra superar el enfoque de apreciación convencional puede ser legítima, auténtica, justa. Debido a que toda nuestra percepción se construye a través de lo que absorbemos por los sentidos, las impresiones primarias no lograrán superar el nivel básico de conjeturas viscerales, propias de las estructuras más primitivas de nuestro cerebro. Para hacer de nuestro juicio una acotación objetivamente digna este debe pasar por el cedazo del razonamiento y estar respaldado tanto por el análisis, la indagación, la exploración como por la observación desafectada. El examen imparcial, ecuánime e impersonal, sobre los elementos que integran un contexto, particular o colectivo, es igualmente necesario y debe prevalecer. Si se observa, por ejemplo, el atrayente mundo de la literatura, cualquiera que presuma de crítico tiene, por lo regular, que sustentar sus ponencias en no menos de cuatro años de formación académica o en el anclaje de muchas horas dedicadas a la formación particular, tiempo durante el cual ha podido conocer, aprender, ilustrarse y reflexionar sobre el tema que será en el futuro objeto de su especulación intelectual y subjetiva. No hay que cavilar demasiado para percatarse de que semejante disciplina no es seguida por la ingente mayoría de sujetos que se siente tentado a hablar, opinar o denunciar sobre todo tipo de temas, tópicos y situaciones.
          
     Si se hace una crítica apaleando a la conducta externa de un sujeto, lo cual resulta ya un poco atrevido –sobre todo si se toma en cuenta lo inescrutable que muchas veces suele ser la naturaleza humana- con el inefable propósito llegar a la inferencia de su proceder, debe tomarse en cuenta que el parámetro para medir una acción, sobre todo cuando se desconocen las motivaciones intrínsecas de la misma, es semejante a diseccionar el humo que sale de una tuberia; este puede verse, pero al carecer de forma y de consistencia resulta imposible aprehenderlo. Decir que tal o cual persona es esto o aquello puede, en más de las veces, ser una ostentación. La motivación intima que hace a un ser humano actuar es, por lo regular, ignorada aun por la persona misma. Igual puede decirse sobre hechos, acontecimientos y situaciones, cuando se carece del conocimiento sostenible para abordarlo. Sólo los expertos, especialistas, entendidos, tienen la libertad, la autoridad y la potestad a la hora de externar juicios y pareceres y aún estos no están exentos de equivocarse. El escarpado terreno del razonamiento tiene sus restricciones; la doxa bien haría en consentirse el exilio voluntario a la posada del silencio.

     El actual avance mediático, de divulgación masiva, nos muestra como cualquier indocto puede intervenir en un programa -radial o televisivo- y dar su parecer en cuanto a la mejor forma o modo en que debe forjarse tal o cual cosa.  Quizá, en una proporción menos amplia –pero significativamente progresiva- los mismos conductores de cantidades de estos espacios no tienen ellos mismos la formación, la capacidad y los recursos intelectuales -o peor aún la talla moral- para criticar determinadas situaciones, eventos o personas.  No cabe duda, de que la profesión de periodista, tan extendida hoy día, no sólo ha incluido dentro de sus filas a prominentes y aventajados profesionales cuya trayectoria puede verse como un modelo a imitar, sino, además, y esto es lo más lamentable, a un creciente grupo de sujetos cuya facilidad para el desmedro suele ser superior a su capacidad para el planteamiento de propuestas y soluciones concretas y realistas en tal o cual problemática.  Siempre ha sido más cómodo el señalar; conjugar el verbo hacer en primera persona impone superar ciertos trances improbables de ser asumido por las almas triviales.  Por eso suelen prevalecer, en épocas como la nuestra, los críticos consuetudinarios. Una de nuestras premisas al respecto es que si hemos de denunciar algo tiene a su vez que haber propuestas concretas que formular. La delación no excluye la obligación. Este supuesto no siempre se ha comprendido –no se ha querido comprende-   por ello se observa que en la mayoría de las críticas existe una especie de ingenua arrogancia, y es precisamente con esta postura tan imperiosamente cándida que intentan muchos comunicadores contribuir a la edificación de una más justa sociedad.

     Quien no puede formular divergencias sin llegar al agravio o a las palabras rústicas, él mismo no tiene sentido de equidad; pues carece de la ecuanimidad suficiente para ser objetivo. El mundo está construido de una manera muy inadecuada para el orden y la justicia total y permanente. Sólo hay que hacer una exploración en la historia y darse cuenta que la desigualdad, la pobreza, el abuso o la corrupción, no sólo han estado continuamente presentes, sino que además tales condiciones no han podido ser superadas bajo ningún sistema político, social, ideológico o filosófico. La denuncia o la defensa al bien colectivo, público o estatal, de ningún modo justifica la propalación de insultos. Nada explica tanta involucración y falta de autodominio emocional en sujetos que pretenden poseer tan fina racionalidad para valorar y juzgar todo tipo de cosas. Una especie de coprolalia difusiva ha ido permeando, inadvertidamente, los ámbitos de la comunicación masiva. Con saturada frecuencia acaso uno de los temas más recurrentes, que concita más atención, en los medios en nuestros días es el tocante a la violencia. Sin embargo, una reveladora parte de los comunicadores que tanto increpan este fenómeno apelan, ellos mismos, a un lenguaje mordaz, extremadamente soez y fogoso. Hace ya algunas décadas el teórico liberal del conductismo Albert Bandura señaló, después de varias investigaciones, que la agresividad puede ser reforzada socialmente cuando figuras públicas reputadas como modelos –en este caso conductores de espacios radiales y televisivos- asumen expresiones y señalamientos insolentes.

     De todas maneras, vivir exige que, en muchos momentos, nos veamos precisados a explicar, describir; hacer juicios sobre lo que vemos, palpamos y observamos.  El mundo no hubiese avanzado sin un conveniente sentido crítico sobre las cosas. Una cierta insatisfacción sana resulta inevitable para promover cambios y acceder al progreso. Es preferible, en determinadas situaciones, hacer inferencias y equivocarse que carecer de opinión y permanecer inerte cuando se tiene algo concreto e importante que decir, argumentar o demostrar. Muchos errores del pasado dieron paso a una aproximación paulatina hacia la verdad. Puede asegurarse que la única forma de llegar a la verdad ulterior es mediante la superación de un error por otro de menor significación.  Los griegos, por ejemplo, observaron que el mundo estaba conformado por átomos (Demócrito), y pensaron que estos no podían dividirse. Veinticinco siglos más tarde, la ciencia demostró la falacia de tal suposición. Sin embargo, no se hubiese llegado a tal conclusión, si decenios atrás un grupo de hombres no hubiesen tenido primero la concepción del átomo como la partícula más pequeña que conforma todo lo existente.

     En conclusión, la crítica, opinión, ponencia, sobre esta o aquella situación, relativo a este o aquel sujeto, no sólo es válida, admisible, es también aceptable, pero sólo si quien ejerce ese, a veces dudoso, derecho reúne las condiciones y el talante para hacerlo. No cabe duda de que cualquiera pueda indignarse ante un hecho, debido a la evidente injusticia implícita en el mismo; no deja de ser cierto, también, que en comprobados momentos y circunstancias la ira, la irritación o el furor pueden ser ardores justificados. Me atrevería a señalar que hay instantes en que tales emociones resultan más bien obligatorias ¿pero cuántas situaciones realmente demandan tanto desafuero? Por lo regular la mera subjetividad, emotiva y desarticulada, tiene poco que ofrecer, excepto el patético espectáculo de un sujeto descomedido. Aristóteles, en su Ética a Nicómano, reflexionó, quizás preocupado por tan añeja condición, de esta manera: “cualquiera puede ponerse furioso... eso es fácil. Pero estar furioso con la persona correcta, en la intensidad correcta, en el momento correcto, por el motivo correcto, y de la forma correcta... eso no es fácil”.  Baste la sentencia del referido pensador para dejar sustentado lo que, tan concluyentemente, pretendemos señalar.
   

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*Cabe señalar que para los griegos el concepto crítico posee connotación muy distinta. En las obras de Emmanuel Kant el término crítica sugiere análisis, estudio de un hecho o cuestión. Marx lo empleaba en parecida categoría. Por lo tanto, aunque se ha hecho habitual suscribir la noción de crítica a simple murmuración, desacuerdo, detonación personal, su alcance semántico es más amplio y regularmente más constructivo.