lunes, 1 de junio de 2020

El silencio: una vía para desarticular la mecanicidad de la conciencia y los patrones enajenantes de la cultura del ruido


¿Por qué agrada estar en la naturaleza, pasar un tiempo en un bosque tupido, en una costa solitaria o detenerse en una campiña montañosa? La perfección de tales espacios genera una emoción reconfortante; esto unido a su tranquilidad y belleza propicia niveles de arrobamiento profundo, mismos que ascienden en la medida del calado de nuestra percepción. Si algo se hace evidente en momentos como estos, por lo menos para un número considerable de seres humanos, es la casi ausencia de pensamientos, la extremada serenidad de nuestra corporeidad y la clara toma de conciencia de haber penetrado en el silencio. No precisamente por ausencia de sonido, pues la naturaleza nunca es muda completamente; lo que sucede es que su resonancia destila armonía, igual como sucede con la música de un instrumento cuando esta va destinada a relajar a quien la escucha.  

Empero, a pesar de que muchos pueden llegar a considerar que la experiencia de arrobamiento que despiertan los lugares despejados y tranquilos es mera subjetividad mística o sensiblería romántica, la evidencia científica señala todo lo contrario. Estar en ambientes silentes, por ejemplo, reduce la presión arterial (lo cual produce un efecto de distensión fisiológica), mejora el sistema inmunológico (aumento de leucocitos y macrófagos), ayuda igualmente a hacer más fuerte las funciones cognitivas y la atención.  En un espacio de silencio nuestro cuerpo segrega endorfina, hormona que reduce el dolor y la sensación de malestar, y neurotransmisores, como la serotonina, que modulan el estado de ánimo haciendo que nos sintamos en paz.  En algunos experimentos realizados con ratones de laboratorio sometidos a dos horas de silencio, se evidenció la creación de nuevas neuronas en el hipocampo de los roedores. El neurocientífico Michael Le Van Quyen, autor del libro: Cerebro y silencio expone, a partir de una experiencia personal y estudios posteriores, que el silencio en los seres humanos promueve el descanso de la corteza prefrontal, mejora la creativa y disminuye notablemente el estrés, logrando un descenso de la excitabilidad fisiológica debida a la ansiedad. Estos datos pueden contrastarse con el informe de la Agencia Europea de Medio Ambiente en el que se apunta que el efecto del ruido (lo contrapuesto al silencio) mata unas 10,000 personas al año. 

Las evidencias precedentes subrayan, entonces, lo concerniente al silencio no como una absurda puerilidad ficticia, por más que lo parezca, si en cambio como algo capaz de optimizar lo físico y lo mental, a pesar de que en estas líneas nos interesa distinguir más lo que este puede aportar desde una perspectiva trascendental. Pero lograr el estado de silencio parece algo más bien semejante a crear una obra de arte, donde además de poseer la actitud indispensable se requiere de un procedimiento -o sea, de una técnica- de un entrenamiento, una disciplina y de la constancia suficiente para llevar a buen término el trabajo. Si bien todos podemos experimentar el silencio -primero por haber sido dotados de un sofisticado sistema sensorial y, segundo, en virtud de la posesión de una masa encefálica receptáculo de nuestros pensamientos- lastimosamente pocos se advienen a desarrollar esta destreza.  

La ausencia de ruido externo, lo que ha llegado a conocerse como silencio exterior o ambiental, favorece el perfeccionamiento de esta pericia, en parte porque en estos lugares no hay cabida -o hay muy poca- para que los diversos estímulos dispersen nuestros sentidos. El silencio interior, el más importante realmente, si bien más difícil de lograr, sólo puede ganarse reduciendo el fondo de nuestros pensamientos que son en el mundo íntimo los grandes generadores de ruido. Lograda la experiencia del silencio se advierte, apenas siendo algo intuitivo, como una condición primordial en cualquier proyecto trascendental, como la emancipación de nuestras limitaciones particulares, aquellas resultantes de los condicionamientos, la educación -la mala educación- de los temores, ansiedades e incongruencias; todo lo que contraría la capacidad de disfrute de la vida. Disfrute no en el sentido egotista, que no es otra cosa más que inmoderación, desenfreno y afectación, sino de júbilo en el sentido beatífico que la expresión sugiere, o sea: celebración. Porque la celebración es gozo, deleite, pero además es solemnidad que es imposible sin una cuota de moderación, de prudencia, de templanza. Finalmente decimos que el silencio al traer consigo, como condición ineludible, la toma de contacto con uno mismo nos hace tomar conciencia de la propia identidad, umbral al infinito de nuestras experiencias más profundas.   


En la estridente cotidianidad y las obligaciones, habitualmente autoimpuesta de cada día, muchas personas pierden con frecuencia el contacto con su mismidad. Enajenadas de su universo esencial vuelcan toda su atención al exterior, al mundo de la actividad incesante, de los compromisos ineludibles, de los anhelos inagotables, de los insatisfechos deseos, o sea, del ruido aletargante que excita sus nervios -su psiquis- y que lo impele a todo tipo de acción en una búsqueda, inconsciente desde luego, hacia un atisbo de paz, de sosiego, de deleite, el cual lograrían de modo más fácil si desterraran la banalidad en que ordinariamente cimentan sus metas*.

Un aspecto distintivo de la inmoderación -fruto de la falta de sosiego- es la incapacidad habitual de guardar silencio; silencio no solamente del órgano fonológico -la boca- sino, sobre todo, silencio de la mente, del pensamiento, de la imaginación. La experiencia del silencio no sólo es rara virtud entre la mayoría de los sujetos, sino que hay quienes nunca la han tenido -y otros que nunca la disfrutarán jamás- a pesar de que a nadie se le niega y toda persona que se lo proponga puede vivenciarla en uno u otro nivel, según su empeño, adiestramiento y disciplina. Pero debido a que el común de las personas asocia el silencio a la soledad, lo que le genera un enorme pavor, es entendible que sientan aversión a la sola idea del mutismo, pues cuando aún no se ha logrado la proeza de hacerse un buen amigo de uno mismo el concepto de compañía siempre se asociará a alguien, una persona o grupo en particular, que nos resguardará de la sensación de aislamiento, o a algo en el exterior: la radio, el televisor, el móvil, la prensa, la internet, idóneos artificios que llenan los instantes de soledad.  Ambos casos son ejemplo de pluralidad de estímulos extrínseco, cuyo objetivo en parte es impedir un asomo al contacto privativo.

Los estímulos, de la índole a la que nos hemos referimos, pueden considerarse una representación del ruido; ruido en su sentido real y no simbólico, de lo cual la conversación y la rumiación mental se destacan notablemente. La conversación, cuando no la discusión, por ejemplo, habitualmente es mero intercambio de sonidos no siempre armónicos, que en ocasiones llega a producir malestar y que no aporta nada, nada realmente estimable, puesto que pocos prestan verdadera atención a lo que dice el otro. Normalmente todos quieren responder, dar su opinión, dejar claro su punto de vista. Pocos escuchan, comprenden y callan. El coloquio cotidiano suele nutrirse de temas insustanciales, que, si bien suelen ser sobre cosas reales, se limitan a la descripción de algún mal social, nacional o sobre un tercero; como si el sólo hecho de detallar los pormenores de una enfermedad bastara para curarla. A este tipo de actividades tiende a dársele mucha preponderancia en determinados círculos, ambientes en los cuales sus contertulios opinan de todo, más no aportan ninguna solución práctica para los males que denuncian. Tanto diálogo que no logra consenso, ni mejoría en la vida propia ni en la de los demás.

La conversación insustancial, superficial y, por ello mismo, banal es uno de los peores vicios socialmente aceptados. Ha calado de tal modo en la psiquis colectiva que hoy genera sospecha todo aquel que llega a ser circunspecto en el habla. Las calles, las oficinas, los clubes, las aceras, los autobuses, las academias, el barrio están infestadas de locuacidad, o sea, de ruido. Existen personas con una necesidad neurótica de conversar, de una prolijidad por expresar cualquier cosa. Al mover la boca continuamente el ansioso logra cierto nivel de tranquilidad, por eso es tan frecuente en los sujetos inquietos la práctica de masticar chicles, pues el movimiento mandibular disipa parcialmente la angustia; esto explica por qué se recomienda la actividad física a individuos nerviosos ya que la acción tiene efectos ansiolíticos. El que no sabe prescindir del habla se escuda en ser muy sociable; simpático se cree en su propia valoración, desconociendo que hasta un saludo cálido y sincero puede expresarse a veces sólo con la gestualidad. Si bien el hablador insensible no precisamente carece de formación, cabe subrayar que abunda más en quienes menos bagaje cultural exhiben. La cultura**, no quepa duda, actúa muchas veces como un preservativo de la cháchara perpetua. A mayor saber las personas se tornan más silentes.  

La otra cara del diálogo lo constituye la rumiación mental. Cuando no se está hablando con alguien más entonces la boca -canal articulador del lenguaje- es relevada por la mente, habitáculo del pensamiento que encarna el otro modo en que puede continuarse una conversación. Pero debido a que nuestra mente es indisciplinada, en ocasiones caótica e inclinada a la asociación, nuestros pensamientos tienden a enredarse con los aspectos menos gratos de nuestra experiencia vital; esto así en virtud de que los pensamientos no están desligados de las emociones ya que uno y otro se producen en el cerebro, en áreas distintas es verdad, pero obligatoriamente interconectadas que se influyen recíprocamente. Entonces cualquier estado emocional disruptivo afectará significativamente el tipo y la calidad de nuestra ideación. La elaboración continua e indiscriminada de pensamientos perturbadores agota la función psíquica, pero además todo el cuerpo, siendo la causa más frecuente de alteraciones orgánicas que pueden degenerar en enfermedades físicas. Desembarazarse, no obstante, de la rumiación mental es posible, lo cual no quiere decir que llegue a ser fácil. Primero, y ante todo, hay que entender que el pensar, en el estado en que nos encontramos actualmente, ha llegado al grado de adicción, que como todas las adicciones genera un placer oculto, ya que con la imaginación habitualmente recreamos como deseamos que sean las cosas externamente: expresamos nuestros deseos, opiniones e increpamos a otra persona su mal proceder hacia nosotros; en la mente somos héroes en nuestra propia ideación, aunque esta esté colmada de resentimiento, ira, venganza, aberraciones que son al mismo tiempo resultado y causa de cantidad de desequilibrios.  Por eso, acallar el ruido mental puede tornarse, en ocasiones, una cruzada ardua y penosa, pues hasta no desterrar de la psiquis el cúmulo de pulsiones biliosas, darán vuelta en nuestra mente recurrentes imágenes de desagravio máxime, en sujetos con algún cuadro de ansiedad perniciosa, como en el trastorno obsesivo, donde las ideas recurrentes se hacen tan imposibles de controlar, que debe recurrirse a la medicación para poder controlarlas.

Luego de lo anteriormente expuesto, tenemos el ruido de la actividad frenética, el que se origina al correr tras el “éxito”, ese engendro execrable en gran parte producto del capitalismo hedonista, que no es, en la mayor parte de las veces, más que ambición y avidez, la intención de compensar una sensación de minusvalía personal tras la consecución de una ganancia material. Hace ya tiempo cuando la psicoanalista Karen Honey describió en su libro La personalidad neurótica de nuestro tiempo, como la carencia de afecto durante la infancia hace que muchos sujetos al crecer desarrollen un impulso irrefrenable por conseguir aprobación social. Unos, dice la autora, se inclinan por la avidez desmedida de dinero, de bienes y de comodidades, obteniéndolas muchas veces; otros en cambio lo que les importa es el poder y tras él la adulación y la admiración; también señala Horney los que se convierten en individuos amables en demasía, serviciales, espléndidos como trabajadores, como vecinos, etc., todo con la finalidad de ser valorados como personas condescendientes, responsables, colaboradoras, honorables. En sí mismo cabe aclarar, sobre esto último, que dichas características no tienen por qué ser -ni lo son- conductas impropias, todo lo contrario, el examen de la escritora lo delata cuando tales actitudes no surgen de la autenticidad y espontaneidad legitima, sino de la necesidad de ser alagados, tomados en cuenta, o sea, cuando son el fruto de una dependencia, de una subordinación a la que la escritora denominaba: sumisión. Una doblegación inconsciente a un estereotipo de sujeto socialmente correcto.


La distracción -conocida corrientemente como diversión- se tiene como la productora de ruido por antonomasia; suponen algunos que esta forma de esparcimiento, la que pretende brindar cierta distensión, propia para el ocio, contribuye visiblemente al solaz. Pero nada puede estar más desviado de dicho propósito, ya que la llamada distracción, como su etimología en latín lo indica: dis, que significa separación o desunión y thahere cuya traslación es arrastrar, tirar, puede definirse mejor como lo que separa de sí y arrastras hacia afuera, al exterior. Por eso toda alma distraída es también un ente extraviado, descarriado (no en un sentido religioso), perdido.  Perdido en el ruido de la distracción, aletargado por la bulla, la música ensordecedora, el barullo, el movimiento delirante, la risa descompuesta. Obsérvese que en casi toda distracción-diversión predomina algún tipo de narcótico, los que se inhalan por la nariz o la boca o los que se ingieren en bebidas etílicas. Diariamente, semanalmente, en el mundo millones de personas invierten ingentes cantidades de recursos en embotar sus mentes, llenarla de estupor, acaso con el oculto designio de acallar su vacío, su desesperación, sus pensamientos, en otras palabras, su ruido, su ruido mental.  El que constantemente busca comer -comer más allá de la sensata necesidad- bien podrá ser considerado un glotón; el que tiene la urgencia de apostar toda la semana muy probablemente se le estime como ludópata; quien no logra relaciones duraderas y estables, sino más bien múltiples y vanas se le señalará de promiscuo; de igual modo el que pretende asiduamente divertirse sin duda puede ser considerado un descontento, un afligido, un aburrido y, en no pocas ocasiones, un trastornado.    

Todos estos modos de ruidos, a los que nos hemos referido, se originan inicialmente en la mente, teniendo como punto de partida los pensamientos. Le influyen, no obstante, además de nuestra incapacidad para controlar las fluctuaciones mentales, el tipo de compañía de las que nos rodeamos. Los hábitos, los vicios, así como la compostura se asimilan desde muy temprano en la infancia imitando los modelos que más cercano tenemos. Esto no niega que hay individuos que desde muy tierna edad logran desechar de su patrón conductual modelos, aun parentales, que no encajan con ciertas tendencias innatas que le son muy propias -esto tanto para lo positivo como lo negativo. Entonces convenimos reconocer que el influjo de un tercero afecta -si no somos lo suficientemente autónomos- nuestras creencias, opiniones, punto de vista, y, en definitiva, nuestra mente, nuestra ideación y actuación.     

Los ambientes y el tipo de personas con las que interactuamos con frecuencia llegan a determinar muchos aspectos de nuestra vida si no somos vigilancia. Por lo tanto, si en alguna ocasión se desea cultivar el silencio, beneficiarse de su influjo renovador, debe comenzarse con realizar un distanciamiento de todo lugar o persona que constituya un incordio para el propósito ulterior. No ha de confundirse la actual recomendación como una disposición discriminatoria en el sentido de denostar ligeramente a algún conocido o allegado. Todo designio se acompaña siempre de unas pautas de conductas necesarias que faciliten la consecución del objetivo elegido. Si el nuestro ha sido trascender el ordinario estado de confusión, instaurado por el ruido (verbal, mental, ambiental), la toma de precaución debe ser vista como una medida salutífera, requisito imprescindible para nuestro avance, y nada más.  

Agotado lo concerniente a las compañías y ambientes, decíamos que la inhabilidad para refrenar las fluctuaciones mentales es el otro portentoso obstáculo que nos impide adoptar la actitud silente. Nuestra atención esta dispersa y eso se debe, entre otras razones, a que nunca nos enseñaron a enfocarla y nosotros mismos jamás pensamos en ello. A pesar de lo dicho, algo de entrenamiento ya tenemos, pues cuando algo nos motiva solemos atender con más cuidado y por un lazo de tiempo mayor. Fuera de tales ocasiones, entonces, un calidoscopio de vahídos intereses ocupan nuestra atención. Entonces hasta que nuestro interés por el silencio no sea auténtico, real y sincero poco puede esperarse de cualquier intento. En cambio, si creemos estar lo suficientemente motivados podemos empezar tomando conciencia de que habitamos en medio del ruido, y de que nosotros mismos con nuestro exceso de charla, de movimiento y de pensamientos contribuimos con ello. Este ejercicio aparentemente simple, logra, empero, si lo practicamos diariamente, convertirse en un punto de inflexión en nuestro estado habitual de consciencia.

Recordemos que el ruido -en las distintas manifestaciones que hemos descrito- se convierte en muchas personas en un sucedáneo bastante persuasivo de la sensación de “bienestar”, con lo cual nosotros mismos posiblemente estemos habituados en algún grado y en más de un aspecto a su excitante estímulo y nos resulte incómodo desapegarnos -desligarnos- del aparente bien que nos suministra y al que nos hemos venido acostumbrando.

Aunque la meta ulterior es acallar la mente -esto debe entenderse como disminuir el exceso de pensamiento y estar en una estado más consciente y receptivo, pues la mente nunca puede estar libre totalmente de pensamientos- comenzar por hablar cada vez menos, dominar el impulso por dar nuestra opinión o deponer la discusión estéril, es otro gran paso que podemos dar en esa dirección. Esto favorecerá ir ganando un dominio mental que, aunque aparentemente nimio, no dejará de ser valioso y nos acercará enormemente a nuestro objetivo. En verdad, aunque lo ideal estriba en el silencio de la mente, la conquista del habla, de la incontinencia verbal, ayuda muchísimo y, en sí misma, es una condición previa al logro de aquella. Por otro lado, también ayudará si nuestros pensamientos habituales se condensan hacia cosas e ideas positivas. Recordar lo bueno y amable, las experiencias enriquecedoras, los buenos momentos. Esto no implica construir un mundo de sueños, por alejar de nosotros aquellos aspectos negativos de nuestra experiencia y del mundo; esto lo que busca es establecernos, desde nuestra mente, en una realidad más saludables, misma que más bien nos permitirá afronta con una actitud más operativa los desafíos de la vida, no por un exceso de optimismo, sino por una polarización hacia los aspectos más efectivos de nuestros recursos internos.


Sería impensable en un tema como el del silencio no tocar lo concerniente a la meditación, ya que el silencio es tan inherente a la meditación, como a la meditación le es consustancial el silencio. Meditar es reducir la ingente cantidad de pensamientos erráticos, para focalizar la mente en una sensación, imagen o idea, anulando toda otra interferencia que nos desvié del propósito en cuestión. Realmente esto último puede transferirse al concepto de concentración de mantener fija la atención en un foco; lo que sucede es que al sostener la atención encausada en un punto durante un tiempo se entra de forma natural al estado meditativo. Existen varios métodos de meditación derivados de distintos sistemas y escuelas; algunos se centran en la respiración (observar la inhalación y la exhalación de forma relajada), en la percepción de una imagen (una vela, por ejemplo) o en un concepto (el amor, la bondad, paz, etc.). Cualquiera que sea la técnica escogida lo importante radica en la regularidad con la que se la practique, ateniéndose a realizarla a la misma hora, en la misma postura y, preferiblemente, en el mismo lugar.

 Para quienes asocian la meditación a una postura quieta e inmóvil y quizás piensen que esto no es para ellos, por las molestias que le suponen y por vincularla a una práctica ascética, deben saber que existe un tipo de meditación activa***, capaz de poder ser llevada en la vida cotidiana, donde el énfasis radica en poner una atención fluida y serena en cada actividad que se realiza; procurando no distraerse con pensamientos hacia el pasado ni ideaciones sobre el futuro, sino estar lo más presente posible, en lo que se ha denominado: el aquí y el ahora. Si caminamos observar el movimiento de desplazamiento del cuerpo, el nivel de tensión de los músculos involucrados, etc., al comer tomar consciencia del sabor del alimento, de la acción de llevar la comida a la boca, de la deglución y otras sensaciones; y así sucesivamente con todo en lo que nos involucramos, desde darnos un baño hasta el vestirnos; desde hablar hasta conducir. Desde estar en una junta de negocios o en un lugar de esparcimiento. Todo lo anterior vale ser aplicado a los aspectos emocionales: alegría, tristeza, ira, etc.; pues al monitorearlos, al hacernos más conscientes de ellos, minimizamos su impacto en nosotros. Si son nocivos lo advertimos, lo modificamos o lo regulamos; en el caso de emociones positivas impedimos que se desborden modulándolas. Este modo de atención encauzada transforma la experiencia cotidiana y la llena de frescura y de distensión. El entrenamiento en la técnica de la presencia -el aquí y ahora- aporta unos resultados inconmensurables que por razones de espacios no vamos a detallarlos aquí, pero que bien vale la pena intentarlo. El objetivo primordial de la misma reside en mantenerse centrados, en un estado sereno, de tranquilidad, de ser observadores y testigo de lo que nos acontece; amerita de una tentativa constante de conserva la mente serena, el cuerpo relajado y la respiración llevada a un nivel de mayor profundidad.

De todos modos, importa resaltar que la meditación estática (la meditación clásica sentados) y la meditación activa (el aquí y el ahora), ciertamente son un continuum de un mismo proceso que se segmenta por la necesidad de la demanda del contexto en un momento dado. Una y otra convendría, entonces, incluirlas en un programa disciplinario, ya que se potencian mutuamente, haciendo que aquella haga más fácil y practicable esta. Si esto se logra, el trabajo en conjunto producirá una ruptura con el automatismo, tanto conductual, emocional y mental que nos ha caracterizado. Literalmente, el adiestramiento de la atención en el momento presente unido a la meditación estática nos cambiará, si lo practicamos, la vida misma. Cabe subrayar que una cuota, significativa, de arrojo, disciplina y continuidad de propósito será imprescindible para ver los resultados. El esfuerzo, no obstante, téngase la seguridad de que valdrá la pena.


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* Las metas ordinarias de las personas comunes se pueden subscribir, regularmente, en: dinero, lujos, comodidades, extravagancias, viajes o conquistas amorosas. Otro grupo de sujetos pueden desear: poder, renombre, admiración, grados académicos, etc.; pero en general, casi todos estos logros, que no tienen por qué ser malos en sí mismos, buscan compensar algún vacío interno, cierto nivel de inconformidad, determinado sentimiento de minusvalía personal y, en los casos más insano, una patología psicológica encubierta.

** Los ejemplos y citas que hablan de la densidad del hombre ilustrado (culto, educado, intelectual...) en contraposición de la necedad del sujeto superficial abundan. Un clásico ejemplo lo tenemos en la cita: "Cuanto más vacía está la carreta más ruido hace".  Esto hace clara alusión a que las mientras más ignorante llega a ser  un sujeto suele tener un comportamiento ruidoso o exhibicionistas (como en todo, habrá sus excepciones). La persona cultivada, en cambio, por lo regular, en gran medida se caracteriza, por una actitud más discreta,  mesurada y  reflexiva. 

***La ansiedad desmedida y el estrés crónico muchas veces hacen difícil que la persona pueda llegar a controlar la avalancha de pensamientos y emociones que tiene a diario, ya que el sistema nervioso se encuentra tan sobreexcitado, con una estimulación predominante del sistema nervioso simpático. Una manera de modular esta hiperactividad simpática es acudir a varias ayudas: por ejemplo, realizar actividad física sistemáticamente (ejercicio), manejar mejor la nutrición (aportando mayor cantidad de vitaminas del complejo B, vitamina C, magnesio, Omega 3, por ejemplo). Incluir, además, hierbas que ayuden a relajar el sistema nervioso y que calmen la mente como: el Ashwagandha y la Rodhiola. También se puede incluir aminoácidos como L-Teanina o el 5htp que promueven una mayor producción de dopamina y serotonina. Ambos neurotransmisores permiten disfrutar de una sensación de mayor tranquilidad y bienestar mental. Aprender alguna técnica de respiración propia del yoga puede asimismo ser importante, ejemplo: respiración alterna y respiración de fuego, respiración profunda, son una buena opción para tales fines.  Un programa que incluya todo lo sugerido no solamente contribuirá con una mejor salud física, igualmente propiciará salud mental y emocional y, por su puesto, la oportunidad de obtener un mejor control los pensamientos.

**** El Mindfulness, un tipo de meditación derivado de la tradición budista Vipasana, enseña a estar en el presente. Es un tipo de meditación que hoy se aprende en clínicas y centros de salud en distintas partes del mundo. Para el trabajo con el aquí y ahora los libros y videos de Eckhart Tolle son una guía interesante para adentrarse en esta práctica.      

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Libros recomendados: Para un estudio sistemático del silencio, de cómo practicarlo, comprender a fondo su disciplina y, sobre todo, mantener la motivación, sugerimos varias obras que pueden ser guía constante en el desarrollo de esta alta destreza humana.  

   El silencio habla de Eckhart Tolle
    El sonido del silencio de Graf Durckheim 
    Video: La Serenidad – de Eckhart Tolle (donde expone la practica de la presencia)
    Mindfulness para principiantes de John Kabat-Zinn (se encuentra en PDF)
    Mantente presente de Ajaan Lee Dhammadharo (se encuentra en PDF)
















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